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Esta manía del culto al cuerpo que nos invade no es nueva, precisamente; en nuestro país, la fiebre comenzó en los ochenta, con Eva Nasarre ... y esa manía de correr sin que nadie te persiguiera, pero en esa década de la libertad a ultranza –¡ay, qué bien nos vendría ahora un poquito de revival– también surgieron voces discordantes.
Si Adolfo Domínguez nos quiso convencer de que «la arruga es bella» –a las que me están saliendo a mí no les veo el encanto por ningún lado, la verdad–, Javier Gurruchaga se erigía en pionero de las tallas grandes y las modelos 'curvies' con su «¡Qué hermosura de gordura!».
Aunque quien de verdad hizo algo enorme para quitarnos de un plumazo los prejuicios fue el colombiano Fernando Botero, que vino a recordarnos a través del arte que la línea más sensual siempre será la curva.
En un país que empezaba a obsesionarse con las calorías, las dietas disociadas, las supermodelos anoréxicas y el aerobic, los personajes sobredimensionados de Botero desafiaban la estética imperante. La Movida era color y frivolidad, sí, pero también calaverismo politoxicómano. Y donde hay tanto pómulo no puede haber alegría. Botero, en cambio, nos traía una felicidad arcaica, primigenia. El goce de los placeres elementales, la pasión por la vida, por lo sensorial. En un mundo que avanzaba a contracorriente de la naturaleza, el colombiano hacía de crítico sin necesidad de argumentar nada. Él nos mostraba un mundo feliz y redondo, y no hacían falta más argumentos.
Botero nos salvó, con su elogio del volumen y su amor por la diferencia. Desde hace unos años, mi báscula y yo nos hemos declarado boteristas convencidos. ¡Qué viva la abundancia!
Ahora sólo hace falta que Adolfo Domínguez, aunque sea cuatro décadas más tarde, acabe también por tener razón.
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