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Vamos por la vida confiados, despreocupados por completo, como si lo malo fuera algo que solo ocurre a los demás, cosas que pasan en los ... telediarios, a centenares de kilómetros de distancia. 14.14 h. del viernes, estación de Adarzo. Un adolescente camina por el andén para cruzar las vías por el paso a nivel. Con el móvil en la mano y la mirada en la pantalla. Lógico, está en plena videollamada. Y encantado con sus auriculares con reducción de ruido, quién sabe si regalo de sus padres, con la mejor de las intenciones. La tecnología, que es maravillosa y nos hace tan felices. Tan concentrado está el muchacho, que no puede ver que el tren está llegando a la parada. Peor aún: ni siquiera oye los silbidos que le lanza. Silbidos que se convierten en un grito continuo, acompañado del chirrido de los frenos de emergencia. Desde el otro andén la desgracia parecía inminente. Alcancé incluso a ver el pánico en el rostro de la maquinista, la impotencia ante lo inevitable.
Sin embargo, cuando ya todo parecía perdido, la tecnología falló y el chico de pronto se percató de la situación. Le vi saltar hacia atrás en el último instante, mientras la inercia arrastraba el convoy unos veinte metros. Al pasar, la conductora se tapaba la boca con las manos. Unos segundos más tarde, cuando el tren volvió a avanzar, pude comprobar que el joven estaba bien. Tanto, que seguía absorto en su videollamada.
«Estuvo cerca, ¿eh?», le dije cuando pasó a mi lado. «¡Ah, sí! Me despisté y casi me pilla», contestó. Luego se volvió a poner los cascos y siguió tranquilamente a lo suyo, mirando la pantalla. Me quedé pensando en que eso mismo nos podría ocurrir a cualquiera. A mí el primero. Poco nos pasa, la verdad.
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