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Me cuenta Denis que en el Leningrado de su infancia, cuando aparecía un forastero lo primero que le preguntaban era si tenía hambre. Y compartían lo que tuvieran, que en aquella época solía ser más bien poco.
Como casi cada sábado en los últimos diez ... años, subimos juntos las escaleronas de Mataleñas, que parecen multiplicarse después de dos horas de fútbol playero, mientras me va contando su llegada a España hace tres décadas, que su hija le ha salido buena estudiante o cómo recorre Europa con su camión.
A media cuesta, me empiezo a preguntar qué será lo que les preocupa tanto a mis compatriotas de tipos como Denis. Porque eso apuntan los estudios sociológicos y los tertulianos avisados: que la inmigración es un problema y la clave para el juego político en los próximos años.
Y claro, Denis es extranjero, y lo va a ser siempre porque parece que los idiomas a los rusos se les dan tan mal como a los españoles. ¿Pero de verdad es un problema? A ver, es un problema cuando te quita el balón en la playa y remata a portería, pero no más que el resto del equipo contrario. Pero aparte de eso, ¿qué te puede molestar de alguien que viene a trabajar, se esfuerza por aprender tu lengua y acaba siendo uno más entre nosotros?
Lo curioso es que tiene más o menos mi misma edad, y me hace recordar que yo también fui extranjero durante casi cuatro años. Imagino que si me hubiera quedado en Alemania mi vida podría haber sido parecida a la suya. Vamos, que ahora yo también sería un problema. Uno irresoluble, me imagino. De verdad, es que nos encanta inventarnos preocupaciones, y ver problemas donde no los hay.
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