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Hace unos meses, unos compañeros del colegio me invitaron a unirme a un chat que acababan de abrir. El plan era montar alguna quedada nostálgica ... y enterarse de qué había sido de cada uno, treinta y tantos años después. Cosas de 'boomers', vamos. Mi amigo Gonzalín –que a estas alturas ya debería ser Gonzalón– se negó en redondo: «eso acaba mal». Será cenizo, pensé.
Hasta que esta semana a un compañero se le ocurrió enviar un par de vídeos políticos, lo que encendió la mecha: bravuconadas, insultos, soflamas populistas… En una mañana, aquello parecía el congreso, tomado por radicales echando espuma por las comisuras del chat. Y de fondo la gran mayoría, sufriendo en silencio como en los anuncios de antiinflamatorios.
Se me pasó por la cabeza pedir que dejáramos la política de lado, que no era el sitio apropiado, aunque ¿para qué alimentar al monstruo? Mi amigo Mario sí que se lanzó al ruedo. Tremendo el chorreo que le cayó, claro. Además, con el infalible argumento del «yo no soy de izquierdas ni de derechas». Cuando alguien empieza así… En fin.
Lo peor de todo es que se supone que nos habían educado en un colegio ejemplar, con asignatura como 'educación para la ciudadanía' o 'convivencia', y donde en los boletines de notas se evaluaban intangibles como 'tolerancia' o 'espíritu crítico'. Y hay que ver cuántos salieron con el título en la mano pero sin haber entendido ni una palabra. Y menos mal que puso paz Sole, que para algo ahora es policía: «el que quiera discutir, que monte un grupo paralelo».
Al final, tenían razón en el Casino de La Bañeza, cuyos estatutos prohibían debatir de política y religión. Si total, para acabar a malas, con hablar de fútbol ya sobra…
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