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Hoy no pienso hablar de fútbol, pero es que a un jugador del Almería le ha caído una sanción de cuatro partidos por declarar que ... el árbitro les había «robado» la victoria en el Bernabéu.
No sé si tendría razón o no –no jugaba el Racing, así que no tengo ni idea–, pero tampoco importa demasiado, porque lo alucinante es que no se pueda ni protestar cuando consideras que has sufrido un mal arbitraje. Y efectivamente no se puede: el código disciplinario de la Federación Española de Fútbol sanciona las «declaraciones a través de cualquier medio sobre los miembros del colectivo arbitral».
Sólo es fútbol –que se lo cuenten a Melero, el sancionado–, pero es que esto mismo sucede en muchos otros ámbitos, empezando por la justicia: por criticar una resolución judicial te puede caer una condena penal, como ocurrió con una simple carta al director en el año 2015. Según el Tribunal Supremo, los magistrados están en una «singular posición» respecto de las críticas, lo que en la práctica parece traducirse porque sus designios son tan incuestionables como los de un árbitro. Un blindaje de estilo vaticano, como ese dogma de fe que convierte al papa en infalible.
Pero ¿qué pasa cuando se equivocan? O cuando simplemente nos lo parece; ¿por qué no vamos a poder decirlo? Si no se puede disentir de lo que sucede en el espacio público, ¿qué clase de libertad de expresión tenemos?
La autocensura sigue siendo censura pero luego, por lo bajini, vuelan los cuchillos, de móvil a móvil, sin el menor atisbo de respeto por quien opina de manera diferente, sea de política, de cuestiones de género o de una simple decisión de un árbitro de fútbol. Menuda democracia gruyer que nos está quedando: tan brillante por fuera como llena de agujeros por dentro.
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