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Esta semana, la Feria del Libro de Torrelavega me invitó a participar en un coloquio con los escritores Fernando Calderón y Juan Francisco Quevedo.
Éramos la 'Mesa Kafka', que así, de primeras, suena a catálogo de Ikea. A mesa redonda, sí, pero también una bastante ... incómoda y, por qué no, algo feúcha. Siniestra, en todo caso.
Y es que el diccionario de la Real Academia lo explica muy claramente, en la tercera acepción de 'kafkiano, na': «Dicho de una situación: Absurda, angustiosa».
Por fortuna, la charla no resultó ni mucho menos kafkiana, pero es que, en realidad, el propio Kafka tampoco era exactamente kafkiano. Es decir, no era ese tipo atormentado y esquivo que tenemos en mente. O sea, uno cualquiera de sus personajes, de Gregor Samsa a Joseph K.
Más bien, al contrario: en la monumental biografía que le dedicó Reiner Stach podemos descubrir a un tipo vitalista, rodeado de amigos, bromista y brillante, aficionado al fútbol, el cine y las novelas del oeste, gran nadador e incluso bastante ligón. Algo tímido, sí, pero un tipo alegre y bien plantado que recorría Praga en su moto, a toda velocidad, y que detestaba su trabajo semifuncionarial, pero se negaba a heredar el próspero negocio familiar y a casarse, porque su verdadera pesadilla era convertirse en su padre.
En esa huida de la vida burguesa, el personaje devoró a la persona. Bueno, eso y una tuberculosis que se lo llevó con apenas cuarenta años. De esa época son sus fotos más conocidas, muy desmejorado y con cara de murciélago, y con esa imagen nos hemos quedado todos, porque encaja perfectamente en el concepto de kafkiano. Franz, sin embargo, estaba muy por encima de ese cliché; donde quiera que esté, llevará cien años riéndose.
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