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Esto del progreso y las nuevas tecnologías está muy bien, pero según y cómo. Porque entre otras cosas sirve para dividirnos; o, en todo caso, para trazar una frontera invisible entre modernos y anticuados, entre apocalípticos e integrados o, últimamente, entre los que envían mensajes ... de voz y los que no los soportan.
Y es que no hay término medio, oiga: los fans de los audios no sé sabe qué les habrán visto, pero se dedican a mandarlos como si fueran gratis. Los otros, por su parte, ya ni los escuchamos, como si boicotear tu propia mensajería virtual no fuera de lelos.
La queja, claro, es lo poco educado de hacerte escuchar todo el mensaje, que no siempre es ni breve ni concreto. Y encima no lleva un 'abstract' o una «vista previa», como se quejaba el otro día en su monólogo Ángel Martín; ¿o se llamaba Dani?
El problema, en cualquier caso, parece generacional: para los 'clásicos', la letra escrita sigue teniendo un valor superior. Los jóvenes, en cambio, cantan esa de Fresquito y Mango con Aitana que dice: «mándame un audio… y dime que me quieres». Igual esa es la clave: si los mensajes que nos mandan fueran de amor, a los viejunos ya no nos molestaría tanto que fueran hablados.
Cómo estará el asunto, que «cuando alguien te manda una nota de voz te pide disculpas», me decía el otro día en una entrevista Manuel Vilas, que últimamente debe tener dudas con esas famosas llamadas telefónicas que hacía a Dios o a Lou Reed: ¿será prudente mandarles un audio o mejor llamar? Aunque en su caso, mucho mejor optar por los mensajes.
O sea, que queden pruebas, porque como te devuelvan la llamada con número oculto, a ver cómo demuestras que en el más allá hay cobertura.
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