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Siempre me han fascinado los peregrinos, esos seres con apariencia de personas normales que un buen día deciden echarse al camino y así, a la buena de Dios, recorrer centenares de kilómetros en pos de una recompensa espiritual. A la gloria por el sacrificio físico, ... en el coche de San Fernando, vamos. Cierto que cada cual tendrá sus motivaciones para meterse semejante pechada; que, como el que va a Ítaca, el verdadero disfrute no está en llegar al destino, sino en el trayecto, y, sobre todo, que no siempre se peregrina por cuestión de fe, pero el trasfondo religioso está ahí: sin devoción no hay peregrinación. Si acaso, viaje, pero no termina de ser lo mismo.
Por eso precisamente llama tanto la atención el trasiego de peregrinos por los vagones de la Feve, en la línea de Santander a Cabezón de la Sal. Se suben en Boo de Piélagos y se bajan en Mogro; algunos, incluso, con la concha colgando de la mochila. ¿Por qué?
Si les preguntas, te lo explican sin mayor problema: con dos minutos de tren se ahorran diez kilómetros a pie, hasta poder cruzar el Pas en Puente Arce. Encima, les sale gratis, porque se trata de dos apeaderos, así que algunos apuran hasta Mar.
Y es que, por mucho que se haya repetido que lo del jubileo solo es para los que peregrinen a pie, a caballo o en bicicleta, resulta que tampoco hace falta exagerar: con haber recorrido cien kilómetros ya es de sobra.
Lo que no está claro es si a los que hacen trampichuelas hasta con lo más sagrado se les va a conceder la indulgencia plenaria, o se les descontarán las kilómetros que se han escaqueado. A ver si en vez de perdonarles todos los pecados, les acaban dejando alguno ahí, en las cuentas pendientes…
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