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Siempre me han fascinado los peregrinos, esos seres con apariencia de personas normales que un buen día deciden echarse al camino y así, a la buena de Dios, recorrer centenares de kilómetros en pos de una recompensa espiritual. A la gloria por el sacrificio físico, ... en el coche de San Fernando, vamos. Cierto que cada cual tendrá sus motivaciones para meterse semejante pechada; que, como el que va a Ítaca, el verdadero disfrute no está en llegar al destino, sino en el trayecto, y, sobre todo, que no siempre se peregrina por cuestión de fe, pero el trasfondo religioso está ahí: sin devoción no hay peregrinación. Si acaso, viaje, pero no termina de ser lo mismo.

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