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En los últimos meses –qué tontorrones nos ponemos en cuanto atisbamos la crisis de los cincuenta– me ha dado por rescatar mi viejo balón de baloncesto e ir de tarde en tarde a echar unos tiros al aire libre. Lo de reverdecer laureles suena muy ... bien, y seguro que a mi báscula le sentaría genial; por si fuera poco, ahora no es como antes, cuando tenías que colarte de estranjis en los colegios e incluso saltar la valla, sino que los ayuntamientos te plantan una canasta en cualquier parte, y hasta canchas estupendas, modernas y gratuitas. Deporte para todos, vamos.
Lo que pasa es que luego llegas a la pista y aquello ya no es como siempre había sido. Que sí, que todo es reglamentario, hay hasta redes, los suelos son antideslizantes y los balones casi que entran solos por los aros. Pero vas y prácticamente estás tú solo –solo y sólo, para que no se enfade ninguna facción de la RAE–. Vamos, que lo que antes era un espacio de socialización, diversión aprendizaje, ahora es un equipamiento municipal. Que guapea mucho los barrios y lo mismo hasta rasca algún que otro voto en las próximas elecciones municipales, pero, al final, tiene más de escenario que lugar lleno de vida.
Lo fácil sería pensar que ya no gusta el baloncesto, pero sospecho que los tiros van por otro lado. En concreto, por el de esa sociedad que estamos construyendo en la que los jóvenes cada vez hacen más deporte, pero en el entorno controlado del club o el equipo escolar.
Que está muy bien eso de protegerles, pero les estamos privando de unas vivencias que nunca podrán recuperar. ¿O es que hay algo mejor en la vida que jugar una pachanga con los amigos a media tarde? A las nuevas generaciones les falta calle, y seguro que en algún momento la van a echar en falta.
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