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Después de tanta matraca con la inteligencia artificial, cuando hace unos días me llegó un correo de Google acabé picando y empecé a conversar, o ... como se diga, con Gemini, su nuevo invento virtual, que según prometen lo mismo te hace los deberes que te plancha una camisa.
Podría decir que lo hacía por interés científico o por demostrar cuánto le falta a las máquinas para dominar el mundo, pero en realidad se me pusieron los dientes largos con la maléfica idea de que lo mismo podría pedirle que me escribiera mis artículos, y luego firmarlos yo, a lo Dumas.
¡Qué ilusión! ¡Iba a tener un negro, como un grande de la literatura o los 'bestsellers'! Y además, sin explotar a nadie, que a fin de cuentas los algoritmos no piden pan. Vamos, que trabaje Ruton, como decía toda la generación de mi padre, impactados por la publicidad de una fregadora y pulidora que trabajaba sola.
Total, que le pedí a mi Ruton «una columna de opinión al estilo de Javier Menéndez Llamazares», y no tardó ni medio minuto en entregarme las trescientas palabras, cuando a mí suele llevarme horas de dudas. Y además, ni una errata. Qué feliz haría esta máquina a mi redactor jefe.
Lo malo vino cuando leí el texto, titulado 'La llamada del mar'. Una sarta de tópicos, entre la autoayuda y la cursilería, que no firmaría ni el Coelho ese que escribe los memes en internet: «La próxima vez que te sientas perdido o agobiado, acércate al mar y déjate llevar por su ritmo». O sea, que falla más que una escopeta de feria. Porque la otra opción, la de que haya clavado el análisis… casi prefiero ni contemplarla.
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Ana del Castillo
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