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Todos sabemos que la información puede tener un efecto más o menos notorio, incluso, más o menos alarmante, en función de la importancia que los medios de comunicación decidan atribuirle, una labor de suma responsabilidad profesional. Pero también sabemos que existen casos en los que ... se va demasiado lejos, y esa delicada calibración deontológica se lanza, perversamente, a través de técnicas cada vez más sospechosas. Hablamos de reclamos visuales que no más pretenden lograr un beneficio económico gracias al trasiego de visitantes, turistas del 'clickbait' que dan por bueno perder un minuto de su tiempo entre anuncios de coches y electrodomésticos, antes de acceder a la información como tal, una información mucho menos rigurosa e interesante de cuanto se nos hizo creer en un primer momento. Esta clase de prácticas alcanzan su vomitivo esplendor en el contexto estratégico de los medios deportivos digitales, menos preocupados, cada vez, de informar a los lectores sobre lo que pasa o ha pasado.
Pero, no sólo a una creciente invasión de señuelos por el estilo se limita la cosa: el afán embaucador y efectista es, de hecho, santo y seña del modus operandi estructural de gran parte de la prensa deportiva, cuya necesidad de polarizar y de fabricar polémicas se ha convertido en una cuestión de neta supervivencia. La pela es la pela. Sirva como ejemplo el enfoque oportunista que se le está dando, desde hace meses, al filón del racismo en los campos de fútbol españoles, un asunto sobrecargado de pompa y tremendismo en tertulias, artículos y portadas, los mismos espacios en los que se sigue cuestionando, como siempre, la labor de los árbitros cada fin de semana, contribuyendo a prolongar, dentro y fuera de los estadios, el castizo linchamiento que sufren unos profesionales sometidos a durísimas cribas y continua formación. Lo dicho, la pela es la pela: sembrar dudas sobre la imparcialidad de los colegiados y la honradez del sistema vende y seguirá vendiendo más periódicos que el mero análisis de la actualidad deportiva. De poco sirve el refuerzo que las decisiones de los árbitros encuentran, actualmente, en el uso de la tecnología. Ahora que existen más actores implicados en la función y no todo puede ceñirse a culpar a los jueces de campo de los supuestos errores cometidos al dictaminar, hay analistas que se quedan tan anchos insinuando que las manos negras han ampliado, de manera correlativa, su radio de acción, induciendo a prevaricar a los técnicos que videoarbitran desde Las Rozas. Es decir, no sólo «roba» el árbitro, también lo hacen sus compañeros del VAR.
La conclusión es fácil: aunque los colegiados lleven soportando toda clase de injurias en los campos de fútbol desde hace casi un siglo, y aunque su condición de máxima autoridad en el terreno de juego debiera obligarnos a reflexionar sobre el respeto máximo que, por este motivo, tales figuras se merecen desde un prisma social y ético, ni por asomo se prevé una portada o un artículo denunciando este particular. Vende mucho más empezar la casa por el tejado y lamentarse por Vinicius, aunque, con ello, se evidencie la sombra de una grimosa doble moral. Para complicar aún más las cosas, muchos futboleros apelan a la tradición y a la libertad para justificar el comportamiento visceral de los hinchas más apasionados, una suerte de carta blanca mixta que todo lo intenta disculpar, incluida la transformación de esa visceralidad en insultos. Raros contrastes: mientras en el tenis o en el golf los aficionados guardan un considerado silencio durante los momentos críticos del juego, en el fútbol y en el baloncesto se machaca a los tiradores de penaltis y de tiros libres del equipo rival con todos los ruidos y las ofensas que la maldad es capaz de suministrar.
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Ana del Castillo
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