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Allá por los años veinte de nuestro siglo XXI, que ahora está a punto de entrar en su última década, los países desarrollados estaban muy preocupados por el acelerado envejecimiento de la población y la caída en picado de los nacimientos, en relación directa con ... el aumento del consumismo hedonista. El que sería Premio Nobel de Economía en 2034, escribía por entonces que la inmigración era a la vez 'esencial e imposible': «En las democracias ricas la inmigración está provocando una reacción fieramente hostil. Mientras unos pocos [sociólogos] insisten en que los inmigrantes son beneficiosos porque sus descendientes acaban integrándose, la mayoría ve a quienes ansían afincarse en su país como invasores».
De hecho, el nacionalismo extremo estaba creciendo de forma alarmante en todos los países occidentales. A la instigación de la prevención natural frente a los extraños se sumaba su difamación mediante mentiras desaforadas: «Los gobiernos extranjeros nos envían toda la ralea criminal que llena sus cárceles, violadores, traficantes, asaltantes, asesinos…». El mensaje les ganaba votos y escaños a mansalva; la derecha moderada se veía sobrepasada por los ultras tras cada nueva elección, en mayor número de países.
Puesto que la inmigración afecta objetivamente la identidad nacional, los países occidentales creyeron encontrar la solución en la admisión controlada de inmigrantes temporales. Ello suponía abandonar la política binaria –exclusión/integración– que se había practicado alternativamente hasta entonces, y desarrollar esta tercera opción: contratos de trabajo temporales que no lleven aparejadas ni la reunificación familiar ni la ciudadanía.
Para hacer atractivos estos contratos bastaría con sustituir los disminuidos salarios que corrientemente se pagaban a los inmigrantes, por sueldos equiparables a los anteriormente devengados por los oriundos del país que venían a reemplazar. Lo que no supieron ver es que esta opción se revelaría como la 'huida hacia adelante' que en realidad era.
En efecto, la mano de obra foránea viene inseparablemente acompañada de un corazoncito, cargado de sentimientos que inevitablemente terminan por chocar con los sentimientos de los corazones oriundos. Diferencias identitarias culturales y religiosas, diferentes hábitos y costumbres. Solo la desechada perspectiva de repatriación familiar, y la potencial ciudadanía, funcionaban como bálsamo para aplacar las contradicciones subyacentes.
En febrero de 2084 se celebró el nuevo año chino 4784, 'año del dragón'. Como si culturalmente hablando China le llevasen a Occidente 2700 años de ventaja, los gobernantes chinos anunciaron a bombo y platillo que el objetivo de alcanzar los 1.500 millones de habitantes había sido coronado con éxito: los nacimientos superaban el dos por mil de la población. El problema del envejecimiento se daba por superado.
A principios de este siglo en China se habían disparado todas las alarmas cuando, como consecuencia del programa de un solo hijo por familia, la edad media de sus habitantes crecía a ojos vistas y el total de pobladores, que ya se había estancado, comenzó a decrecer. Los investigadores sociales llegaron a la conclusión de que incentivar el número de hijos por familia no era una solución eficiente. Y, mucho menos, recurrir a la inmigración masiva de extranjeros. El problema era la familia en sí: la familia numerosa había pasado a la historia para siempre amén; la familia nuclear y la igualdad del hombre y la mujer eran incompatibles con la familia numerosa. La solución al problema tenía que ser radicalmente distinta.
La solución eficiente fue, en un primer momento, la fecundación in vitro y el cuidadoso desarrollo y educación de los niños, a cargo de instituciones estatales regidas por pedagogos y psicólogos especializados. Eventualmente se fueron desarrollando las técnicas de clonación y modificación genética, que no requerirían óvulos y espermatozoides donados por seres humanos. La cultura asiática, que siempre fue ajena al humanismo, era idónea para promocionar este tipo de solución: hijos del Estado sin lazos familiares.
Las nuevas generaciones de 'sin-familias' representan una ventaja económica imbatible en el mercado mundial: el costo de subsistencia se reduce drásticamente porque se elimina el tiempo y los gastos de transporte. No tienen que desplazarse, ida y vuelta, de casa al 'cole' o al trabajo o a la 'disco', para comer y dormir. Es más, el conglomerado de industrias que se abastecen entre sí requiere menos de 30 minutos entre el punto de producción y el usuario.
En 2084, tres cuartas partes de la población mundial crecen y se desarrollan en Asia. Cuando el resto del mundo ha comprobado que esta fórmula funciona, han desistido de sus paños calientes y se disponen a seguir la misma ruta. Pero han tropezado con las diferencias culturales: esta vez, el peligro de desaparición de la familia tradicional recibiría el empujón definitivo para traspasar el punto de no retorno. Si la inmigración sigue siendo inaceptable, entonces habrá que encontrar algo más aceptable.
El problema es que pocos están dispuestos a aceptarla en Occidente. Aunque se trate de un 'primer momento', este podría durar una generación. Pero la evidencia de que esa es la alternativa más eficiente terminará por imponerse.
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