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La democracia liberal es, por antonomasia, una democracia en la que cabemos todos. No importa el credo, siempre que sus acólitos (del latín: compañeros de camino) respeten las reglas del juego democrático. La democracia popular –hoy diríamos populista–, ya sea escorada a la izquierda o ... a la derecha, cancela a quienes se oponen a su credo. En el mejor de los casos aparenta tolerarlos; pero hace lo imposible para marginarlos y acallarlos, en un juego donde todo vale.
Pues bien, la democracia liberal se encuentra hoy en cuarentena en la mayoría de países occidentales –en los orientales no existe– y lo más preocupante es que ello está ocurriendo en los más importantes, acosada por los grupos extremistas a uno y otro extremo. La conocida como 'guerra cultural' es la manifestación más evidente de la 'guerra de credos' que aquí señalo con el dedo.
Por ejemplo el caso de España, cómo PP y PSOE experimentan este acoso haciendo a los españoles víctimas de sus consecuencias. Me refiero a la 'guerra cultural' propiciada y alimentada por los dirigentes de Vox y Sumar. Los primeros dispuestos a recuperar el orden establecido con anterioridad al establecimiento de la democracia liberal; un sistema autoritario cuyo modelo no es ya el trasnochado franquismo, sino la visión actual de Víctor Orbán en Hungría. Los segundos propugnan un cambio de régimen a algo que no es ya el trasnochado marxismo del PCE, sino que ha sustituido la 'lucha de clases' por la 'lucha de géneros'.
Es típico del populismo decir que hablan en nombre del pueblo, es decir, de quienes componen la sociedad; pero lo que en realidad persiguen es dividir a la sociedad en dos bloques irreconciliables, convirtiendo el ejercicio democrático en una descarnada contienda de suma-cero. Están obsesionados con dividir a la sociedad en ganadores y perdedores; sin resquicio alguno para la actuación concertada, cualquier acuerdo sustancial con el oponente será catalogado como alta traición.
La cuestión es que esta concepción de la política, tan antigua como la propia democracia liberal a la que siempre se han opuesto motejándola de burguesa, ha terminado por echar raíces en la política española, asfixiando el tradicional esfuerzo de los dos partidos principales para contener las respectivas tendencias extremistas a su derecha o izquierda.
No hace tanto, además de la lucha partidista que siempre estuvo presente, asuntos como el modelo de familia –desde el control de la natalidad al divorcio pasando por la igualdad de hombres y mujeres–; la educación; el cambio climático; la inmigración; la intervención del Estado en la vida pública; etcétera, se debatían en los medios de comunicación y en el parlamento. Hoy se han convertido en armas arrojadizas lanzadas a diestro y siniestro, tanto en el parlamento como en los medios. El debate brilla por su ausencia, sustituido por descaradas operaciones de acoso y derribo.
Yo digo, la guerra cultural ha sido asumida ahora por los dos grandes partidos que la practican sin sonrojarse y con un alto grado de cinismo. El problema es que, a su vez, se han convertido en rehenes de los promotores de tal guerra; razón por la cual, algo que parece tan lógico como llegar a un acuerdo entre ellos para poder gobernar sin apoyarse en estos, ha devenido en el famoso problema del bañista: ve ahí mismo la orilla de la playa, pero no puede alcanzarla por causa de la resaca, con la perspectiva de morir ahogado si los socorristas no llegan a tiempo.
El asunto no se queda así, el vientre fecundado se hincha. Relegar asuntos relacionados con las verdaderas necesidades de los ciudadanos de a pie, en favor de temas culturales, irá en aumento a medida que se apliquen soluciones ideológicas definidas por los extremos, en lugar de respuestas pragmáticas de probada eficacia dictadas por la experiencia y el sentido común. Respuestas que presentaban divergencias en función de quien gobernase, si conservadores o progresistas, pero que históricamente no fueron obstáculo insalvable para lograr el consenso en los asuntos de Estado: entrar en la Unión Europea; desarrollo de la organización territorial; pacto de las pensiones... Por citar logros que hoy no estarían al alcance de su mano.
Más allá de sus diferencias, derecha e izquierda lograron en su día un consenso sobre cómo tratar el pasado, que hoy se nos antoja milagroso. Digamos que la razón –por otro nombre sentido común– preponderaba sobre las emociones a la hora de definir lo que era factible y las líneas rojas que no debían traspasarse.
Lo que los socorristas tienen que hacer en este caso es desenmascarar el verdadero trasfondo de la guerra cultural: la intolerancia, los prejuicios, el sectarismo y las trincheras no son medios para construir una sociedad más justa y habitable sino una deshonesta estrategia para realizar sus inconfesables proyectos políticos.
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