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En una cultura donde la educación moral brilla por su ausencia, las nuevas generaciones se desenvuelven en un mundo moralmente inarticulado, regido por sus leyes personales, cuya resultante es la ley de la selva. Para escribir lo que sigue me he apoyado en un ensayo ... de David Brooks, un excelente sociólogo al que sigo muy de cerca.
Los casos de depresión aumentan en casi todas partes; las muertes por drogas, alcohol y suicidio no cesan de crecer; el porcentaje de gente que reconoce no tener verdaderos amigos se ha triplicado en este siglo; los de gente que no se ha casado ni tiene pareja, siguen en aumento. Desde la época de 'la movida', casi la mitad de los estudiantes de bachillerato dicen tener sentimientos persistentes de tristeza y desesperanza.
Por otra parte, la gente se ha vuelto peor y más abusiva: los índices de asesinato están en alza; la confianza en el prójimo de capa caída; las donaciones caritativas no digamos. Las palabras más socorridas de nuestro diccionario: conspiración, polarización, trauma, inseguridad.
Sin duda estamos inmersos en una crisis emocional, relacional y espiritual, que está en la base de la disfunción política y la crisis de la democracia. Los sospechosos habituales: redes sociales, ausencia de participación en las actividades comunales, creciente aislamiento de los individuos; o bien, el aumento de inmigrantes, la desigualdad y la inseguridad económica que han convertido a los individuos en seres asustados, alienados, y pesimistas. Pero hay una explicación más comprensiva: vivimos en una sociedad en la que la gente ha dejado de recibir la educación cívica imprescindible para tratar al otro con amabilidad y consideración; en su lugar, se ha dado rienda suelta al egoísmo más descarado.
La formación moral clásica comprendía tres grandes áreas:
– Enseñar al individuo a auto-controlar un egoísmo innato.
– Enseñar habilidades básicas para convivir en sociedad y actuar éticamente; desde dar la bienvenida a un nuevo miembro de la comunidad, hasta mostrarse en desacuerdo de forma constructiva.
– Dar un sentido profundo a la propia existencia, mediante una serie de ideales, y perseguir las propias inclinaciones vocacionales.
Todo eso se ha perdido. Empezó por considerarse que eran valores pequeño-burgueses, en una sociedad bien pensante; se les hicieron objeto de burla y desprecio; fueron sustituidos por el egocentrismo y el narcisismo. El objetivo de la gente joven que, todavía en los años 60 del siglo XX, era desarrollar una filosofía de la vida que le diese sentido; para la primera década del siglo XXI había pasado a ser 'la solvencia financiera', tener una vida económicamente desahogada. El consumismo había sustituido a la moral. El mayor impulso moral había pasado a ser el bienestar; hacer lo que me pida el cuerpo para sentirme feliz, porque en el fondo «yo soy lo más importante para mí». La moral había dejado de ser un valor absoluto. En su lugar se imponía un relativismo moral a la medida de cada persona.
Un desastre, porque lo que en realidad se estaba imponiendo era una desmoralización generalizada. La cultura moral, hecha a base de valores compartidos, es algo muy frágil y costoso de construir; pero fácil de destruir. Cuando uno crece en una cultura que carece de brújula moral que imprima dirección y sentido, que provea ideales trascendentes, uno deviene internamente frágil. Cuando uno tiene un porqué en su vida, es capaz de apechugar con casi cualquier para qué. Cuando ese porqué se echa en falta, uno flaquea en medio de la tormenta, se desmorona, se siente vacío. No tiene a qué agarrarse.
Lo peor es que el desastre no se produce solamente a escala individual. Cuando la sociedad carece de estructura moral compartida, los individuos se encuentran moralmente desnudos, sin la capacidad de relacionarse decentemente con el prójimo. La mutua confianza se degrada, la gente se desconecta, se instala la desconfianza, la desvergüenza, la hostilidad, la tristeza; la soledad deriva en amargura, porque al rechazar a los demás uno se siente rechazado por ellos. Cuando uno no se siente reconocido, lo procesa como injusto; y cuando uno se siente injustamente tratado, suele enfurecerse y busca humillar al que le ha humillado. El dolor que no se puede asimilar se proyecta hacia afuera. Uno se vuelve cruel, hostil, se pone a la defensiva. Cuanto más humillado se siente más malvado se vuelve.
La convivencia cae entonces en el barbarismo, el vacío moral nos regresa al tribalismo. La acción política seduce a los que se sienten víctimas de la injusticia; pero su línea divisoria entre el bien y el mal ha dejado de dividir en dos el alma humana, para dividir la sociedad en grupos irreconciliables: el bien de nuestro lado, las fuerzas del mal del lado contrario.
El tribalismo maniqueo se adueña del terreno de juego. El sistema democrático no solo lo resiente, sino que se deteriora a ojos vistas. Ya no hace falta dar de comer al hambriento y vestir al desnudo; basta con experimentar las emociones de rabia y resentimiento hacia los del otro lado. La furia justiciera que le embarga es su prueba de que se preocupa por el destino de la patria. La guerra cultural está servida.
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