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Con la reaparición de Donald Trump algunos resucitan la desacreditada teoría del 'Great Man', del 'Líder Providencial' en español. Teoría refutada por Tolstoy, hace más de siglo y medio, con referencia a Napoleón Bonaparte.
Resumen del capítulo 3 del primer epílogo de 'Guerra y Paz': ... Durante el movimiento militar desde el oeste (París) al este (Moscú) pusieron a su cabeza a un hombre que podía justificar ante sí mismo y los demás los engaños, latrocinios y asesinatos que habían de cometerse durante la campaña. Comenzando por destruir los viejos hábitos y tradiciones, se construyó paso a paso una oficialidad mucho mayor, con novedosas costumbres y tradiciones, para ponerla al frente del movimiento y arrostrar la responsabilidad de todo lo que debería hacerse.
Ese hombre, que carecía de convicciones hábitos tradiciones e incluso de la cultura francesa, por una circunstancia favorable, sin pertenecer a ningún partido, fue elevado a una posición prominente. La ignorancia de sus colegas, la debilidad e insignificancia de sus oponentes, la franqueza de sus falsedades y la deslumbrante confianza en sí mismo, le llevaron a la cabeza del ejército.
Tras una exitosa campaña en Italia, que obedeció más al azar que a sus propios méritos, regresó a Francia para encontrarse con un gobierno en descomposición. Por pura casualidad se le presenta la oportunidad de escapar a ese marasmo, en la forma de una expedición a África –insensata y sin objeto– contra oriundos desarmados; lo cual asegura a estos criminales, con ese hombre a la cabeza, la gloria de un César y un Alejandro; gloria que condona todas las maldades cometidas. Más aún, se enorgullece de cada crimen, atribuyéndolos una incomprensible importancia sobrenatural. Todo lo que toca parece convertirse en oro.
Intoxicado por el éxito de sus crímenes, vuelve a París cuando la disolución del gobierno republicano era ya irreversible. Su presencia allí, en ese momento, como un recién llegado ajeno al embrollo de los partidos, sirvió para enaltecer su imagen. Si bien no tenía planes específicos estaba preparado para desempeñar un nuevo papel. Sin planes, asustado, cedió a los requerimientos de los partidos. Solo él, con sus delirios de gloria y grandeza, su osadía en el crimen y su mentirosa franqueza, solo él podía realizar lo que había que hacer. Se necesitaba alguien como él para ocupar el puesto que le estaba esperando.
A pesar de su indecisión, su falta de plan y sus equivocaciones se embarca en una conspiración para tomar el poder. Una vez más la suerte le sonríe. En sus declaraciones dice cosas sin sentido, que debieran haber arruinado su apuesta; pero los otrora orgullosos y astutos políticos, sintiendo que su papel no daba ya más de sí, se prestan a su juego en lugar de manifestar lo que hubiera arruinado aquellas aspiraciones.
Cientos de circunstancias favorables se habían alineado para entregarle el poder, y la multitud se puso de acuerdo para confirmarlo. El azar convence a las masas, con más fuerza que cualquier otro impulso, de que él tiene todo el derecho a gobernar puesto que es el más poderoso. La suerte y el genio de la victoria en Austerlitz, y el azar, hacen que no solo los franceses sino toda Europa, a pesar del horror y el aborrecimiento que les habían provocado sus crímenes, reconozcan su autoridad. Sus delirios de gloria y de grandeza les parecen ahora excelentes y razonables a todos ellos.
Como si se estuvieran preparando para los acontecimientos que estaban por venir, las fuerzas de Occidente se asociaron contra Oriente formando un único frente. La fuerza y la justificación del líder, a la cabeza del movimiento, no hace más que crecer con el incremento del tamaño de su alianza. Estrecha las relaciones con todas las cabezas coronadas de Europa. Los desacreditados líderes de Occidente no pueden oponer un ideal razonable al del insensato Bonaparte. Uno tras otro se apresuran a desplegar su insignificancia ante él. Cualquier paso, cualquier fraude, cualquier crimen que este cometa, será interpretado inmediatamente como un gran acontecimiento.
La invasión se lleva a cabo y alcanza su último objetivo: Moscú. El ejército ruso sufre mayores bajas que sus oponentes; pero, súbitamente, en lugar de la suerte y el genio que le ha procurado todos los éxitos hasta ese momento, tiene lugar una innumerable secuencia de suertes adversas. Desde su indisposición física en Borodino hasta las brasas que incendian Moscú y las heladas invernales, en lugar de su genialidad ponen de manifiesto la estupidez. Su inmensurable bajeza se hace evidente.
Los invasores se dan la vuelta y huyen despavoridos. El azar no favorece ahora a Napoleón sino que se vuelve contra él. Con la misma doblez con que se asociaron a Bonaparte, una poderosa coalición de países europeos se junta ahora para derrotarlo. Privado de todo poder y autoridad, los crímenes y la astucia puestos en evidencia, da con sus huesos en Santa Elena.
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