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Desde 1945 el orden internacional vigente ha sido diseñado e implantado por Estados Unidos. A dicho orden se le conoce habitualmente como «orden liberal internacional», denominación que resulta aceptable siempre que consideremos el liberalismo norteamericano como «liberalismo real»; es decir, en el mismo sentido que ... considerábamos el comunismo ruso como «comunismo real» o como, personalmente, he denominado al anarquismo que me encontré en Venezuela en los años 80 como «anarquía real». La intención, en los tres casos, es subrayar la significativa diferencia entre la idea teórica y su realización práctica.
La idea que subyace al liberalismo es diseñar un sistema «horizontal», abierto, multilateral, anclado en pactos voluntarios de seguridad y cooperación entre países democráticos: por contraposición a un sistema «vertical», rígido, rigurosamente jerárquico, que divide el mundo en bloques regionales favoreciendo gobiernos autoritarios.
La aplicación práctica de dicho liberalismo ha producido una potencia hegemónica, por tanto inclinada al unilateralismo, entre los países occidentales y desarrollados; aproximadamente un 15% de la población mundial, que habita mayormente en Europa y América y, de forma minoritaria, en Asia y Oceanía. En ningún caso, en África.
En cualquier caso, es habitual el error de confundir el Imperio Americano con los imperios tradicionales; lo que tiene en común con dichos imperios es significativamente menos que lo que le distingue de ellos. Al punto de ser posible afirmar que el poder ejercido por USA, no solo descansa en la fuerza bruta sino en ideas, instituciones y valores más acordes con la cultura desarrollada en los países occidentales, llámese orden liberal o «modernidad». En términos más concretos, el actual enfrentamiento entre Estados Unidos y China más Rusia puede leerse como una competición entre dos concepciones alternativas de orden mundial. Uno predominantemente «horizontal» versus otro «vertical».
Estados Unidos seguirá siendo el líder indiscutible del orden «horizontal», porque quien pone las reglas del juego lo hace a su mayor conveniencia; lo cual le ha proporcionado ventajas materiales y un papel central en el mantenimiento del equilibrio de poderes establecidos tras la II Guerra Mundial.
Pero hay una segunda razón que sigue pesando de forma decisiva: el secreto de su poder e influencia reside en el influjo de sus ideas e instituciones, amén de su capacidad para construir alianzas, formar coaliciones ad hoc en situaciones de crisis (Ucrania, hoy) y lograr acuerdos pactados. Sus ideas e instituciones están, como digo, profundamente incardinadas en nuestra cultura y ello hace que nos resulten francamente más atractivas que las ideas e instituciones de un posible orden «vertical» liderado por China. Pero su capacidad para construir alianzas y lograr acuerdos se pondría en peligro si, a la salida del presidente Biden, viene un presidente ultranacionalista, con convicciones autocráticas y partidario de la autarquía (Trump o trumpista) más próximo al orden «vertical» de un Xi o un Putin.
De lo que caben pocas dudas es de que la Pax Americana necesita reinventarse. Que el 85% de la población mundial confíe más en China y Rusia que en USA es un dato que solo puede pasarse por alto a nuestro propio riesgo. Un factor esencial de la Pax Americana 2.0 debe consistir en capitalizar a fondo el hecho de que su sociedad civil está enriquecida por una base de inmigrantes multiétnica y multicultural, que conecta EE UU con el resto del mundo a través de redes sociales naturales (a distinguir de las virtuales) en un modo y manera indisponible para China, Rusia y muchos otros países. Característica específica de Estados Unidos, Canadá y pare de contar. El riesgo de que el suprematismo blanco campe por sus respetos cegaría esta vía, según estamos viendo.
El desarrollo de instituciones internacionales –ONU, OCDE, OIT, etcétera– promueve la actuación de las grandes potencias de acuerdo con un conjunto de normas consensuadas, renunciando expresamente al uso de la fuerza para coaccionar a otros países. Es fundamental el buen uso de las instituciones para que los países más débiles se sientan protegidos contra los abusos de los fuertes, área donde la situación actual deja mucho que desear. Cuando un abrumador número de habitantes percibe que dichas instituciones han dejado de ser funcionales para ellos, el orden liberal internacional tampoco les sirve. No hace tanto, muchos de sus dirigentes, conscientes de las imperfecciones del sistema, pensaban que era preciso aumentar el sesgo liberal, no reducirlo, a fin de evitar las consecuencias de una anarquía o una jerarquía extremas. Que tales habitantes se inclinen ahora del lado de China y Rusia indica el tipo de rectificaciones que requiere el sistema para recuperar la confianza del resto del mundo (85%).
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