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Hablando acerca de la 'Revolución cultural' (DM 30/09) que ha tenido lugar en Occidente durante los últimos 40 años, mencioné de pasada el optimismo ... utópico de los revolucionarios y por qué el pragmatismo conservador va a desplazarlos en el próximo futuro. Ahora quisiera profundizar en este punto que, a mi juicio, es la clave de la evolución política occidental que se está cocinando.
El uso y, especialmente, el abuso de la globalización económica ha tenido profundas repercusiones sociales y políticas que, de hecho, redundan en el retorno de políticas nacionalistas y aislacionistas que habían periclitado 50 años atrás; las cuales se manifiestan hoy con renovada pujanza en cada vez mayor número de países. De forma emblemática en Estados Unidos: repatriación de industrias; imposición de aranceles cada vez más punitivos; reducción radical e indiscriminada de la inmigración. Medidas, ya actuales, cuya futura radicalización se anuncia a bombo y platillo como arma electoralista de probada eficacia.
Las cosas así, es recomendable no dejarse llevar por el movimiento pendular de la historia, de un extremo al otro, en el afán de reencontrar el perdido equilibrio. En su lugar, hay que buscar la salida más razonable: lo que Aristóteles llamaba «el justo medio». De otro modo, el asunto va a terminar como el rosario de la Aurora. Ahora, con la inusitada capacidad de obstrucción y destrucción que demuestran hasta los actores más pequeños (por ejemplo, los hutíes en el mar Rojo) el riesgo es demasiado elevado para correrlo.
El justo medio, en la era actual, parece estar en el equilibrio entre la promoción del comercio nacional e internacional; el patriotismo bien entendido; y una política exterior realista. Nada de nacionalismo exacerbado ni de políticas expansionistas. Lo opuesto al «optimismo utópico» de todo revolucionario de pro, sea conservador o progresista.
La promoción del comercio implica la interdependencia del éxito de las corporaciones empresariales, y el poder del Estado. Dichas corporaciones deben conjugar sus aspiraciones globales con los intereses nacionales; y, viceversa, el Estado debe tomar en consideración que su fortaleza nunca estuvo tan ligada al dinamismo de las empresas como lo está en la actualidad. Ni las grandes corporaciones deben decidir sus inversiones globales pensando solo en sus beneficios, por aquello de que «lo que es bueno para la General Motors es bueno para América», ni el gobierno nacional debe legislar sin tomar en consideración el impacto que sus leyes van a tener en el crecimiento y la rentabilidad de las empresas. Sé que esto suena a cosas de Perogrullo; pero la historia reciente demuestra hasta qué punto las prácticas de unos y otros ponen de manifiesto la desconexión que ha existido y sigue existiendo entre empresarios y gobernantes: el neoliberalismo desbocado de unos y, por ejemplo, el uso de los subsidios con fines electoralistas de los otros.
Entiendo por patriotismo lo que Habermas define como «patriotismo constitucional»: la lealtad a la Constitución y a la comunidad política, que son ajenas a toda contaminación ideológica o étnica. Si bien tales impregnaciones son inevitables, sus efectos pueden controlarse. Lo contrario del nacionalismo, que se apoya precisamente en tales contaminaciones para discriminar a los ciudadanos legítimos de los advenedizos, ya sea por motivos ideológicos –si eres de izquierdas no puedes ser patriota– o racistas. El patriotismo es una necesidad moral, no un defecto. Es la argamasa que mantiene unidos los espíritus de la comunidad, más allá de los derechos y deberes individuales. El patriotismo hace que un proyecto atractivo de vida en común encarne en nuestras mentes, inspire la fe en el mismo y sea llevado a la práctica. El patriotismo legitima a sus líderes sociales y políticos, a cambio de que estos demuestren su patriotismo anteponiendo los intereses generales a los suyos propios. Los privilegios de las élites solo son justificables si van acompañados de una notable conexión con el bien común: patriotismo de las élites.
Hablar de una política exterior realista empieza por reconocer que el mundo está políticamente dividido en bloques. Dos bien definidos, Oriente y Occidente. Y dentro de estos: Europa, América y aliados en Occidente; Brasil, Rusia, India, China y el 'Sur global' en Oriente. Centrándonos en Europa, su bloque se denomina Unión Europea; aquellos que sueñan con rebajar la idea de una Unión «cada vez más estrecha» y promocionar la «Europa de las patrias» relegando la UE a un segundo término, no son conscientes de que UE y «Patria independiente» es una contradicción en los términos. Si los europeos quieren hablar de tú a tú con los americanos, para actuar con autonomía en sus relaciones con el resto de países de uno y otro bloque, no queda más remedio que limitar la independencia estatal en favor de una entidad supranacional, la UE, que nos represente. Algo semejante a como el gobierno federal de Estados Unidos representa al conjunto de Estados que lo componen.
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Ana del Castillo
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