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Cuando hace unas semanas hablaba de contrarrevolución (DM 09/09/24) me refería a los esfuerzos para contrarrestar la revolución cultural que ha tenido lugar en España durante los últimos 40 años. Si la he llamado 'revolución socialista' es porque ha tenido lugar a lo ... largo de un periodo de predominio socio-político del PSOE, que no solo ha gobernado 26 de esos 40 años sino que abrazó dicha revolución desde sus comienzos, apoyándola en la calle y con leyes ad hoc cuando lo consideraba necesario. Dicho lo cual quiero dejar claro que, en mi opinión, las guerras culturales no las ganan los gobiernos con sus políticas (otra cosa es que se aprovechen de ello) sino los grupos urbanos que logran imponer sus actitudes sociales. Los gobernantes son sus compañeros de viaje.
David Brooks, mi sociólogo de cabecera, establece esta siguiente secuencia de cambios culturales durante el periodo que nos ocupa:
Los 80 (nuestra 'movida') fueron los del ego desencadenado: autoestima, autoexpresión, autopromoción… Fascinación por la riqueza sin complejos, los ricos y famosos como modelos a imitar; la entronización de la extravagancia.
Los 90 fueron la década del 'fin de la historia', el final de la guerra fría y la segregación racial: grandes eventos internacionales que marcaron la forma progresista de entender el mundo.
Los 2000 se vieron marcados por la guerra al terrorismo: Afganisán, Irak, Irlanda, España…
Los 2010 fueron la época de los 'indignados', con España al frente: aversión a las clases dirigentes; convulsión moral a derecha e izquierda de los marginados, de los humillados y de los ofendidos... Se instaló la desconfianza hacia el sistema establecido, con intentos de 'sorpasso' a los partidos institucionales.
En los años 20 del siglo XXI se hizo evidente que la mayoría ciudadana silenciosa estaba exhausta, harta de una confrontación improductiva entre políticos que se miran el ombligo (y el del partido de su propiedad). En esta década surgiría Pedro Sánchez.
En diciembre de 1983, cuando el PSOE iniciaba la campaña para su reelección, Alfonso Guerra anuncia algo que –como toda profecía– cristalizó de forma impredecible: «si el PSOE vuelve a ganar, a España no la va a reconocer ni la madre que la parió». El PSOE no solo volvió a ganar en 1986 sino que repetiría en 1989 y en 1993. No sé hasta qué punto el profeta fue reconociendo esos cambios; lo que es seguro es que cuando el PSOE recuperó el poder en 2004 y repitió en 2008 ya se vio sorprendido. Para cuando llegó Sánchez en 2018 (moción de censura), ganó en 2019 y ha repetido en 2023, ni Guerra ni González parecen reconocer ni reconocerse en la España que contribuyeron a engendrar decisivamente. Un caso llamativo de las «consecuencias imprevistas» que suelen tener los proyectos que los humanos ponen en marcha con sobrada prepotencia.
Durante los años en los que el PSOE ha permanecido en el poder ha sido el artífice de los más significativos cambios «progresistas» que, para bien y para mal, ha experimentado España durante dichos 40 años. El paréntesis de Aznar (1996-2003) fue eso, un paréntesis; los cambios que quiso implantar no llegaron a fructificar. En cuanto a Rajoy, su gobierno se vio obligado a sacar España de la crisis financiera (2008-2012) manteniendo el status socialdemócrata hasta su defenestración en 2018. De hecho, los socialistas actuales han relegado a segundo término la etiqueta socialdemócrata y la palabra progresista no se les cae de la boca. El progresismo es hoy la columna vertebral de los países occidentales, predomina en las universidades, controla los medios más influyentes, grandes corporaciones e instituciones culturales. Las megaurbes votan progresista; Madrid parece una excepción, pero el PP luce allí una vitola socialmente progresista en la figura de Ayuso. El progresismo ha potenciado las libertades individuales y arrumbado la cultura tradicional (moral, familia, costumbres). Su epítome es el movimiento 'woke' y su aspiración a implantar el 'pensamiento único', es decir, su escala de valores, cerce- nando así la libertad de quienes no piensan como ellos.
La buena noticia es que la gente solo tolera la revolución por tiempo limitado, luego se cansa de los visionarios, profetas, salvadores y predicadores; el infantil encanto de los «optimistas históricos» comienza a colapsar. La gente rechazará su amoralidad, su nihilismo, y en su lugar comenzará a ver con otros ojos la sensatez y el sentido común de los conservadores, cuya concepción universal de lo que es bueno y lo que es malo proporciona a sus vidas dirección y sentido. Pero para ello se necesita que la derecha haya aprendido la lección y se preste a resolver los conflictos (territoriales, sociales y políticos) negociando un «acuerdo histórico» con sus oponentes.
Los españoles que dicen estar hartos de la política y los políticos, en el fondo de sus corazones suspiran por el advenimiento de actores abiertos a negociar. Esta es la gran oportunidad de esa derecha sensata que tanto echo en falta.
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