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En el lunático mar de la Tranquilidad de la política americana, hay corrientes submarinas que de vez en cuando salen a la superficie y provocan ... tormentas. Muy de tarde en tarde un tsunami.
La corriente submarina que hoy asoma su más fea jeta encabezada por Trump, apareció por primera vez con Thomas Jefferson (tercer presidente de EEUU) reapareció con Andrew Jackson (séptimo) y culmina en Trump (45 y 47). Pero la verdadera herencia de Trump es una corriente más contemporánea cuyo nacimiento podemos fechar en 1952. Whittaker Chambers, un periodista filocomunista que llegó a ser espía soviético; pero que, desengañado, rompió con el partido y escribió un manifiesto denunciando a los 'compañeros de viaje' que estaban traicionando a su país; todos ellos miembros de la Administración del New Deal de Franklin Roosevelt. El manifiesto, que inyectó en el conservadurismo un populismo 'amargo, quejica, llorón, victimista' (G. Will), se convirtió en texto canónico.
James Burnham tomó el relevo en 1964, acusando de la decadencia de Occidente a la política exterior estadounidense «esnobista y desleal, que sostiene principios internacionalistas y universales en lugar de locales y nacionalistas». Abogaba por una política exterior basada en la defensa de la familia, la comunidad, la iglesia, la nación y la civilización americana. El más conocido predicador de esta doctrina fue Pat Buchanan, quien también empezó como periodista y terminó postulándose para la presidencia en 2002; publicó entonces su propio manifiesto, donde se afirmaba por primera vez que los «blancos empobrecidos» votan a la derecha, amén de sostener que el capitalismo global –Caín– asesinaba a los abeles conservadores. Confiaba en que el globalismo acabaría quebrándose porque era un proyecto elitista cuyos arquitectos son desconocidos y odiados por los verdaderos patriotas.
Trump asimiló esta novedosa tradición conservadora, no mediante un estudio detallado sino instintivamente, tomando nota de cómo funcionaban sus soflamas en la carrera electoral; en campaña permanente desde 2016 hasta su último discurso en el Congreso. Trump, como sus tres precursores, se caracteriza por ser iconoclasta, faccioso, antisistema, anti élite liberal, anti expertos en política exterior. Su mayor habilidad ha sido presentarse con éxito como el mayor defensor de unas inventadas tradiciones americanas, frente a la cultura y la civilización occidentales.
Instintivamente, Trump rechaza la civilización occidental y recurre al nativismo. Adopta la misma actitud que los peregrinos británicos cuando embarcaron en el Mayflower en 1620, rumbo a América, huyendo de la cultura Europea y con la intención de fundar un nuevo Israel en una nueva tierra prometida. El trumpismo sostiene que ese nuevo Israel es ya una realidad. América es excepcionalmente distinta de Europa y el resto del mundo; la nación más poderosa de la tierra que, envidiada por todos, es sistemáticamente abusada por quienes dicen ser sus aliados; además de por una élite corrupta instalada en todas las instituciones del Estado, personificada por Washington. Así pues, su misión es deshacerse de esa élite y volverse contra sus aliados para que paguen con creces todo lo que les han esquilmado. «El mundo nos roba». De ahí el doble eslogan: «América primero» y «Hacer América grande otra vez» (MAGA en inglés).
La consecuencia de esa aproximación a la historia de América es todo lo que estamos presenciando en este momento: desde rebautizar por decreto al golfo de México, declarar el inglés como único idioma oficial, reclamar el canal de Panamá, conquistar Groenlandia, anexar Canadá (¡es broma!), hasta el desmantelamiento de la burocracia del Estado y la imposición de unas tarifas teratológicas a todo aliado viviente.
El caos que Trump está creando, a la velocidad de cien decretos por hora, es su forma provocativa de desarmar moralmente al contrario. Empezando por el Gobierno Federal, siguiendo con los inmigrantes y todo tipo de diversidad, en un país diverso de nacimiento; demandando a los países de su área de influencia que se sometan voluntariamente a su vasallaje porque si no habrá más que palabras; instilando el sentimiento de que la Casa Blanca puede hacer lo que quiera, cuando quiera, con la impunidad del más fuerte.
Empezando por apabullar a sus propios ciudadanos con un poder ejecutivo absoluto (nada de contrapesos entre los tres poderes, ¡otra broma!) a fin de que nadie pueda frenar su audaz, abortiva y frecuentemente ilegal agenda política. A continuación quiere aplicar una cura de caballo a todos los conflictos internacionales que se interpongan en su camino para establecer un nuevo orden mundial hecho a su medida, con la inestimable colaboración de China, Rusia (y la subyugada extrema derecha europea, en menor medida).
Un tsunami, en efecto. El trastorno que provocan los tsunamis es que se sabe dónde se originan; pero luego se extienden a los países de alrededor con unas consecuencias impredecibles. En las revoluciones ocurre lo mismo y eso, una revolución, es lo que Trump pretende llevar a cabo.
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