¡Malditos docentes!
No puede haber labor docente sin el respaldo de las familias. No puede haber éxito sin respeto por esta profesión
Javier Voces Fernández
Docente
Miércoles, 28 de mayo 2025, 07:12
Ha existido siempre en la humanidad una preocupación legítima por la instrucción de las generaciones venideras que siglo tras siglo están llamadas a tomar el ... testigo y a asumir la salvaguarda del capital cultural heredado.
La transmisión del legado simbólico a los descendientes garantiza, o lo hacía al menos hasta ahora, además de la no extinción gracias al dominio de la técnica en sus múltiples dimensiones, la elaboración de teorías explicativas de los grandes procesos cósmicos y anímicos; esto es, una explicación viable de la realidad tangible y metafísica. No obstante, hubo que esperar hasta la Atenas del siglo IV a.C. para que la civilización occidental diera forma a este proceso más allá de la labor de los progenitores y, así, alumbrar lo que hoy conocemos como educación (ellos los llamaron paideia). A partir de este hito fundacional, todas las culturas a lo largo y ancho del orbe han alabado o temido el poder del conocimiento; ninguna se ha mostrado indiferente ante esta realidad transformante y transformadora.
El ideal ilustrado sublimó el concepto de educación hasta considerarlo eje vertebrador del contrato social y, de un modo formidablemente utópico, Rousseau lo vinculó en su Emilio a un orden moral, definiendo «la justicia y la bondad como efectos genuinos del alma ilustrada por la razón».
La lógica cultural del capitalismo (Jameson) se impuso y aniquiló todo atisbo de esperanza en la construcción de una escuela regida por los principios sacrosantos del conocimiento. La posmodernidad acabó a tiempo con la necesidad social de engendrar grandes relatos y, en consecuencia, los sistemas educativos, descreídos, se pervirtieron para servir solo a la razón instrumental (Horkheimer); la razón productiva y práctica que orilla el pensamiento abstracto en sí mismo.
Pues bien, en los vaivenes de la historia de la enseñanza, por muy convulsa que esta haya sido y sea, siempre ha habido una constante; un faro inextinguible: la figura del enseñante. El maestro y la profesora, pase lo que pase, asumen voluntariamente la responsabilidad legada por familia y administración de transmitir e interpretar el capital cultural y simbólico para que las nuevas generaciones avancen en conocimiento, bienestar, derechos y libertades. Para que, en última instancia, sus integrantes sean copartícipes críticos y activos en la construcción de espacios cohabitacionales confortables y seguros.
La maestra y el profesor siempre se han movido en la delgada línea que separa lo que es y lo que debe ser; siempre pertrechados con las armas de la razón, el debate, el multiperpectivismo, la equidad y la inclusión. Cargados de paciencia y optimismo a partes iguales, pero igualmente atenazados por la sombra del fracaso y el desgaste de la desilusión.
Y aquí estamos hoy, en un tiempo inasible: en la era del vacío (Lipovetsky), en la sociedad del espectáculo (Debord), en un tiempo líquido (Bauman), en la cultura del simulacro (Baudrillard)… Un tiempo desarmado. Un tiempo de descrédito en el que la figura docente está siendo sometida constantemente a revisión.
Nunca en la historia de la humanidad fue tan complejo enseñar. Nunca han existido tantos retos y tan diversos a los que hacer frente y nunca hasta ahora la labor docente había sido escudriñada con tal ferocidad.
En este tiempo de reivindicaciones legítimas (como cualesquiera otras) del colectivo docente en Cantabria, leo con honda preocupación los comentarios a pie de noticia virtual: «¡Malditos docentes!», dicen, «qué jeta», «lo que tienen que hacer es trabajar». «¡Menudos vagos!», espeta otro, «todo el día de vacaciones o de baja!»; «y los chavales no aprenden nada», remata otra…
Me temo que los artífices de estos comentarios, algunos y algunas padres y madres de alumnado en edad escolar, a buen seguro⎯ no han reparado ni un instante antes de lanzar sus valoraciones al magma acrítico de las redes sociales, en la labor de la institución educativa. Instalados en personalismos o anécdotas no han tenido en cuenta los éxitos docentes. No han reflexionado lo suficiente sobre cómo sería la vida de sus hijos e hijas si no hubieran pasado por el tamiz de la escucha, por la estrechez de la norma que hay que cumplir, o por el reto de superación personal promovido por sus profesores y profesoras. ¡Claro que podría haber salido mejor!, pero: ¿y peor?
No puede haber labor docente sin el respaldo de las familias. No puede haber éxito sin respeto por esta profesión. Y no puede haber respeto si el insulto y la humillación son moneda de cambio.
Familias y profesionales debemos exigirnos más, celebrar el saber y buscar el conocimiento para desechar los miedos que ya acongojaban a Lichtenberg, cuando en pleno Siglo de las Luces se preguntaba: «¿Quién sabe si algún día llegarán a crearse universidades para volver a instaurar la ignorancia?» Desechemos definitivamente esa escuela: la escuela de la ignorancia, tan reivindicada por algunos en este tiempo elástico.
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