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La vida es aquello que nos pasa mientras nosotros hacemos planes. La frase célebre conviene recordarla como reserva de lo imprevisible cuando en Estados Unidos ... se inicia una presidencia 'de transformación' que promete devolver a América –entiéndase, EE UU– a su edad de oro. Esa edad de oro no es fácil de identificar. No creo que para Trump se encuentre en la década de los 60 con el asesinato de Kennedy, la sangría humillante de la guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles y los cambios culturales que hoy siguen teniendo eco. Tampoco es probable que Trump quiera remontarse a la América que entra en la II Guerra Mundial. Él es un presidente que se jacta de no haber entrado en guerras. Menos mal que no estaba en la Casa Blanca cuando Hitler arrasaba Europa.
La edad dorada no se encontrará en los 70 de Carter, la promoción de los derechos humanos, el fiasco de los rehenes en Irán y el cerco a la Embajada estadounidense en Teherán, la década del 'shock' petrolero y la presión para el desarme unilateral frente a la Unión Soviética. La presidencia de Ronald Reagan podría ser, pero Reagan era un republicano de esos de los que Trump reniega, decidido a derrotar a los soviéticos y poner fin a la Guerra Fría, y partidario de hacer visible el poder de Estados Unidos si se requería utilizar la fuerza.
Ni Bush padre e hijo, ni Clinton, ni Obama pueden encarnar esa edad de oro por razones obvias de aversión como la que siente Trump hacia sus antecesores más próximos. La década de los 50, tal vez, pero ahí queda la guerra de Corea y su legado. En definitiva, que esa edad de oro no es tanto el retorno a una América «grande de nuevo» sino la promesa de un visionario que ha sabido capitalizar la estulticia política del Partido Demócrata y captar el malestar, el temor y la sensación de declive de una población mayoritariamente harta de los discursos estériles del multiculturalismo, la identidad, la deslegitimación de las instituciones y el buenismo.
Trump es un presidente que ha recogido mucho más voto en contra de los demócratas que voto a favor de su proyecto o sus condiciones personales. Es un tratante, en sentido literal, un hacedor de tratos, autoritario y absolutamente personalista en la forma de ejercer su enorme poder, que ahora se apoya en la supremacía tecnológica de Estados Unidos y en los aranceles como remedio universal.
Pero Trump es el presidente de Estados Unidos y, aunque Europa deba prepararse para lo peor, el país que preside sigue siendo un aliado esencial para nuestra seguridad, un proveedor tecnológico insustituible, un socio comercial e inversor preferente y un ámbito compartido de valores democráticos.
En cualquier caso, Europa, especialmente desde esa izquierda tan proclive a victimizarse por lo que hacen otros, no puede utilizar a Trump como la coartada para la inacción o el aplazamiento de una mirada sincera a sus propias carencias. Se puede imaginar a Trump en el Despacho Oval preguntando por Europa. Le recordarían que los europeos que han asistido a su toma de posesión son Orbán, Abascal y Meloni, esta última apoyada por la enorme e influyente comunidad italoamericana. Le podrían contar que el último Gobierno en Francia duró tres meses y que la clave de supervivencia del actual es retirar una modesta reforma del sistema de pensiones. Añadirían sus asesores que en Alemania se van a celebrar unas elecciones en las que la extrema derecha será el segundo partido en votos, con posibilidades de éxitos mayores, y que en España –para Trump un integrante de los BRICS– gobierna un partido aliado con los secesionistas que intentaron un golpe y la extrema izquierda con miembros activos y prominentes del Partido Comunista.
Si sus asesores quieren profundizar más, le podrán ilustrar sobre el Informe Draghi, que explica cómo la brecha entre el PIB de Estados Unidos y el de Europa es del 30% en nuestra contra, que los precios de la energía son cuatro veces superiores a los de Estados Unidos. Y entonces, suponiendo que Trump tenga algún interés en dirigirse a este lado del Atlántico, podría formular la pregunta fatídica siguiendo a Henry Kissinger: Para hablar con Europa ¿qué número hay que marcar? La respuesta previsible sería encogerse de hombros.
Pero no todo lo que viene de Europa es negativo para el nuevo presidente. A Trump le alegrará saber que Pedro Sánchez y él se encuentran en mayor sintonía de lo que a primera vista podría parecer. Trump ha indultado a 1.500 sediciosos que invadieron el Congreso de Estados Unidos; Sánchez ha indultado primero y amnistiado después a los sediciosos que quisieron quebrar la unidad constitucional.
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