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El pasado 7 de febrero, después de muchos meses de espera y justo en la víspera de una convocatoria de manifestación, la Consejería de Educación ... del Gobierno de Cantabria hizo un movimiento para intentar solucionar el conflicto que vive el sector de la enseñanza pública de esta comunidad autónoma. La propuesta de la Administración, que por primera vez incluye cantidades y plazos concretos, plantea adecuar los salarios del profesorado con una subida de noventa euros mensuales a aplicar en tres años e incluye, junto con otros aspectos menores, modificar la estructura de las nóminas docentes creando un complemento nuevo (complemento de asistencia), que vinculará una parte de las retribuciones al hecho de no incurrir en una incapacidad temporal superior a tres días a lo largo de un curso escolar.
A tenor del estado de ánimo de muchos de los participantes que se movilizaron en aquella manifestación, no parece que la propuesta vaya a solucionar el conflicto, sino todo lo contrario. Mientras que la oferta de noventa euros se contempla como una posición de salida habitual en todo tacticismo negociador, el complemento de asistencia es una cuestión más profunda y mucho más polémica. El profesorado ha recibido con indignación la idea de convertir la salud en moneda de cambio, ya que nadie cree que sea justo premiar a los sanos con un complemento económico, discriminando a la vez a aquellos que han padecido una enfermedad. La salud deja así de ser un derecho, transformándose en un factor para decidir quién recibe más o menos salario.
La Consejería justifica tan controvertido planteamiento esgrimiendo unas cifras sobre sustituciones que, en caso de ser correctas, deberían alarmarnos: en una década, el gasto en sustituciones ha aumentado un 176%. Cuando en un sector profesional se produce un incremento tan llamativo de las bajas por enfermedad, los responsables de la vigilancia de la salud en ese sector deberían analizar el problema, informar a los representantes sindicales y negociar con ellos la implementación de medidas efectivas de prevención de los riesgos derivados del trabajo. No hacer esto, sino proponer incentivar el no caer de baja mediante estímulos económicos, denota toda una concepción por parte de la Consejería de Educación –y no precisamente buena– del conjunto del profesorado, al que pretende estigmatizar públicamente como un colectivo absentista de dudosa fiabilidad en materia de bajas laborales. De paso, tampoco deja en muy buen lugar a otro colectivo, el médico, cooperador necesario en ese supuesto ambiente de laxitud a la hora de dispensar incapacidades temporales a troche y moche.
Desconocemos si la Consejería maneja algún estudio estadístico sobre las patologías que afectan al profesorado, aunque se puede intuir que el estrés laboral, ya de por sí muy alto en este trabajo (según la OMS, el triple que en otras profesiones), sería una de las que más han crecido en estos últimos años. Un profesorado marcado por las tensiones derivadas de la pandemia de covid, muy exigido emocionalmente desde entonces, asfixiado por una burocracia que cada curso que pasa se hace mayor y más incomprensible, y unos centros educativos en los que priman los ambientes de trabajo individualistas y los modelos organizativos fuertemente jerarquizados y poco cuidadosos con las personas, están exponiendo a los enseñantes a unos riesgos psicosociales muy importantes. La Encuesta Europea de Condiciones del Trabajo (2021) así lo corrobora. En este contexto, la vigilancia de la salud laboral brilla por su ausencia, y los incumplimientos de la legislación sobre la prevención de riesgos es lo habitual de las diferentes administraciones educativas (un docente de la enseñanza pública tiene, como mucho, una revisión médica en Cantabria a lo largo de toda su vida profesional). Bajo todas estas circunstancias, proponer en unas negociaciones sobre la recuperación del poder adquisitivo pagar más al enseñante que no cae enfermo, demuestra el cuajo que tienen los actuales responsables del departamento de Educación del Gobierno cántabro.
Los nubarrones que se ciernen sobre nuestra enseñanza pública son muy preocupantes. Lo que empezó en el primer trimestre del curso como una lógica y justa reivindicación salarial ha desembocado en un conflicto en toda regla, provocado por la torpeza de un consejero que ni sabe negociar ni tiene el suficiente peso político como para poder atender esa reivindicación en los presupuestos regionales; un conflicto que puede condicionar lo que queda de legislatura. Ahora, una ocurrencia tan hiriente como la de pagar un complemento a quienes tienen la suerte de no caer de baja solo ha servido para crispar más los ánimos de un profesorado que, lleno de indignación, se pregunta cómo unos dirigentes políticos que, en algunos casos, han estado ejerciendo la docencia hasta hace bien poco han podido transformarse tanto con el poder. Hay una máxima proveniente de la antigüedad clásica que quizás responda bien a esta pregunta: el poder no cambia a las personas, sino que revela cómo son en realidad.
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Ana del Castillo
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