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Siempre es dramático (e inapelable) que alguien, un amigo, un conocido, un ser humano, le diga adiós a este mundo. Pero cuando se trata de ... un autor con el que hemos pasado –espiritual y apasionadamente– muchas horas a lo largo de la vida, la tragedia nos sacude de manera especial, como imagino que sacude ahora a millones de lectores a lo largo del planeta.
Tras escuchar la luctuosa noticia he rastreado las estanterías de mi casa (no soy un hombre ordenado) para recuperar todos los libros de Vargas Llosa que obran en mi poder. Son muchos y ahora están sobre mi mesa de trabajo. De modo que aquí me tienen, rodeado, más bien acompañado, por un montón de novelas, por varios ensayos y hasta por un par de volúmenes de sus obras completas, regalo de mis colegas de docencia.
Podríamos decir, como apresurada conclusión, que eso es lo que queda de un gran escritor una vez que abandona este mundo para ocupar su plaza en el Olimpo. Pero no es así. No son esos miles de páginas que el autor peruano fue llenando con increíble originalidad y lucidez a lo largo de su vida, ni los artículos de periódico, ni su aparición en los escenarios españoles. Lo que de verdad queda está dentro de nosotros, en nuestros gozos de lector y hasta en nuestra manera de ver el mundo, leve, sutilmente modificada por él. Porque no es posible olvidar la estremecedora sacudida que nos originó la primera lectura de La ciudad y los perros, ni el admirativo asombro ante ese monumento literario que es Conversación en la catedral, ni el magnético encanto de La Casa verde, ni las regocijantes lecturas de Pantaleón y las visitadoras y de La tía Julia y el escribidor. Y, junto a las obras de ficción, siempre quedará en nuestra memoria el fulgurante descubrimiento, hace muchos años, de La orgía perpetua, su maravilloso ensayo sobre Madame Bovary.
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Javier Menéndez Llamazares
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