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Escribir y denunciar no debería servir, bajo ninguna excusa, para minusvalorar ni insultar a los otros. Es difícil alcanzar la concordia desde la agresión, más cuando se sabe que la elegancia literaria ofrece salidas airosas –puño de hierro en guante de seda– para utilizar en ... las situaciones más delicadas. Resulta ofensivo escribir, por ejemplo, que «cuando el número de medianías que forma un Estado es significativo o mayoritario, sus gobernantes también lo son». O que «las sociedades dependientes necesitan un pastor que las conduzca». Decirlo así, como si nada, desacredita al todo y a la parte, denigra la democracia, pero agrada a los aduladores de barra y tertulia, dispuestos siempre a leer el artículo en voz alta para servir de altavoz. Tampoco parece demasiado complicado hablar, sin mesura, de «la herencia más vergonzosa e intolerable del Gobierno anterior», o «de la ley de memoria sesgada, que trata más de criminalizar a los contrarios que de buscar la verdad» (en ambas ocasiones refiriéndose a Cantabria). De ahí a comparar la ley con una caca, solo había un paso. Y alguno lo dio.
También se ha escrito últimamente (en esta ocasión en clave nacional, refiriéndose a Pedro Sánchez) sobre «actos antipatriotas cargados de desfachatez y de arrogancia» o de «la foto indeseable de la vergüenza», que no era precisamente la de Rato en el Ateneo.
Sé que ciertos lectores de este rincón consideran que formo «parte del gallinero progresista» y que solo me dedico a ponerle pegas a los de un lado del espectro político. No lo discutiré, aunque los del otro grupo no quedan exentos. Pero siempre he procurado hacerlo con educación y respeto.
Por eso quiero agradecerles a mis compañeros columnistas el hecho de que haya podido zurcir con algunas de sus frases –verdaderos cócteles molotov– este artículo de conciliación.
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