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Bendito sea el país donde los trenes se retrasan por una urgencia amorosa. En Tarragona un interventor de Renfe ha sido sorprendido con una señora en pleno acoplamiento en la cabina de un tren. Y como dentro de ese lugar debe de ser tan ... difícil hacer el amor como en un Simca 1.000, acabaron recostando sus cuerpos sobre el panel de mando. Así que cuando el maquinista que debía utilizarlo los sorprendió, no se sabe si porque el paisaje quedó contaminado después de la batalla o porque el personaje era un tanto melindroso, decidió no utilizarlo con tan solo una limpieza apresurada. Total, cambio de máquina y media hora de demora. Y, ya se sabe, hoy en día no estamos para perder el tiempo, porque el viaje no es motivo de holganza ni de charlas –lejos quedaron Galdós o Machado (viajaba «siempre sobre la madera / de mi vagón de tercera»), que se mezclaban con la gente común para conversar–. Pero, repito, benditas sean las tardanzas que tienen esas causas ineludibles, porque en Cantabria se deben a motivos más prosaicos.
Desde que el Santander-Mediterráneo quedara suspendido, estamos en vilo con los trenes. Sea por las catenarias, el mal funcionamiento de las líneas de cercanías, los transbordos obligados por la duplicación de vías (por no hablar de la vergüenza nacional que supuso el hecho de que los trenes no entraran en los túneles), tomar uno en Cantabria suele terminar en la estación de las dudas. Como la que me ha surgido a mí, cual Paul Verlaine, en esta ligereza veraniega: ¿cómo hacían el amor los implicados, «au rhitme du wagón brutal», o «suavement»?
'El Consorcio' me ayuda a disiparla: «parece que el amor, con su dulce vaivén, produce más calor, que el chachachá del tren». Calentura y, además, posibles retrasos.
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