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En ninguno de los artículos de este rincón de incertidumbres he conseguido convertir en profético el tono de mis reflexiones. Cada semana analizo las noticias y comento aquellas que considero más chocantes, evitando en lo posible el menoscabo personal, aunque resaltando las incoherencias. Suelo escribir ... sobre túneles inacabados, retrasos de trenes, proyectos de aparcamientos sin sentido, presión turística, Revilla como incrementador de audiencias televisivas…, pero todas estas pequeñas miserias locales me ocultan el gran problema que, según parece, nos amenaza.
He llegado a esta conclusión leyendo los escritos en este periódico de mi amigo Enrique Álvarez, cuyas ideas respeto, aunque estén en las antípodas de las mías. Confirmo impotente que, comparada con la de él, mi mirada permanece demasiado a ras del suelo, incapaz de alcanzar su tono profético –ese que el presidente Sánchez considera de «profetas de la catástrofe», parafraseando a Juan XXIII, que habló de los «profetas de las desgracias»–. Me explico: Álvarez manifestaba en un artículo reciente que al «pueblo español se le está humillando tan a conciencia y se está pisoteando su sentimiento patrio desde hace tanto tiempo que cuando empiece a faltar el pan la gran ira será inevitable […] será un tiempo de ira e irracionalidad». Madre mía, si en verdad llegan esos tiempos oscuros que nos vaticina, necesitaríamos hasta la protección de la Virgen de Garabandal para poder enfrentarlos. El problema es que el Vaticano duda de la autenticidad de sus apariciones, algo que seguro va a irritar al propio Álvarez, pues siempre mantuvo la esperanza de que en el asunto de Garabandal hubiera «un 'nihil obstat' a medio plazo».
Con Sánchez desmantelando España y con el papa Francisco dándole la espalda a las apariciones milagrosas, ese tiempo presagiado de ira e irracionalidad puede que esté a la vuelta de la esquina.
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