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Ahora que los cántabros estamos en la estadística lectora por debajo de la media nacional, rememoro tiempos mejores. En mi juventud, cuando la televisión era el único enemigo declarado de la lectura, los aficionados solíamos realizarla con fruición. Incluso en el retiro del retrete –valga ... la redundancia–, leer era una ocupación rutinaria que solía llevar a los tuyos a interesarse por tu salida. Y no respondías por el tiempo que podría llevarte la evacuación, sino por el que considerabas necesario para dejar la novela en un capítulo cerrado. Henry Miller, el autor maldito –bendita maldición que hizo que leyéramos la mayor parte de su obra en la discreción del váter–, dice en su libro breve 'Leer en el retrete' que alguno de sus amigos «incluso tienen allí una estantería». Otra época. Otros afanes.

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