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Antonio Rubio y Lluch era el amigo entrañable, compañero del alma de Marcelino Menéndez Pelayo, «el primero en su afecto» desde que ambos eran estudiantes en la Universidad de Barcelona y se formaban bajo la dirección de Manuel Milá y Fontanals. Refería Antonio Rubio que ... cuando alguien le preguntaba por su provincia de origen, el joven Marcelino respondía «soy montañés» de igual modo y arrogante orgullo «con el que un quirite de la época del imperio pudiera pronunciar 'civis romanus sum'». Pero es el mismo Pelayo que llamaba «mi patria» a Santander, la ciudad natal a la que amó profundamente, y hablaba de «luz y perlas de Cantabria», de «mis cántabras montañas» y de los cántabros que se hundieron con los despojos de su fiel trainera, «como cae el guerrero en la batalla», en la trágica galerna del Sábado de Gloria de 1878.
No tenía ningún problema don Marcelino en citar en pie de igualdad a La Montaña y a Cantabria, pues ambos son nombres propios de la tierra madre. José María de Pereda, el más localista de nuestros escritores, pasaba con normalidad de las 'Escenas montañesas' a la participación en la obra 'De Cantabria', y de montañeses y de cántabros escribieron Diego, Cossío, Llano, Concha Espina, Cancio, Pick, Escalante o Hierro. Si la Cantabria milenaria nos relata hechos, leyendas y mitos de tiempos antiguos, La Montaña nos ha definido como pueblo durante siglos. Montañesas nacieron las asociaciones regionales en España y América, montañeses los navegantes, montañeses el folclore y los versos de Quevedo y Lope, montañés el himno reformado con fórceps y son hoy las páginas de El Diario Montañés el soporte generoso en el que se publica este artículo.
Por eso resulta estéril cualquier polémica, y tienen la mirada corta los que ven en el nombre de La Montaña un símbolo de lo viejuno que debe ser eliminado de la memoria colectiva. Quienes consideran que el título oficial de la Cantabria autónoma, felizmente recuperado, excluye el de La Montaña, niegan la historia común, desprecian un legado fundamental y dilapidan el patrimonio de todos. Decía don Marcelino que «donde no se conserva religiosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original ni una idea dominadora». Un pueblo nuevo «puede improvisarlo todo menos la cultura intelectual», según Menéndez Pelayo, pero «un pueblo viejo no puede renunciar a la suya sin extinguir la parte más noble de su vida, y caer en una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad senil».
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