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Imaginemos que un día salimos a media mañana, vamos al centro y vemos en los edificios de Calvo Sotelo sus detalles ornamentales, los árboles que jalonan sus aceras y nos dirigimos a la Porticada. En aquel espacio, cerca del Pasaje del Arcillero, vemos una aglomeración ... de gente que, en círculo, rodea y escucha a alguien al que no vemos. Podrían ser cincuenta personas, pero nos parecen muchas. Nos acercamos y preguntamos qué sucede y nos dicen es un mago; otro, al escucharlo, dice que es un actor en un reclamo publicitario y otro asegura que es un predicador. Al no hallar respuesta convincente, aprovechando que alguno se va, nos hacemos un hueco consiguiendo ver al mago, actor y predicador al que todos escuchan con atención, viendo es una persona joven, de unos 35 años. Lo que expone suena bien, con una perfecta dicción, con voz cálida aborda problemas cotidianos proponiendo claves para solucionarlos. Pero sucede algo inesperado; alguien de delante lo interrumpe y, dándose la vuelta, grita: no hagáis caso, es un impostor; se dedica a congregar grupos y los encandila con su palabrería y finaliza pidiendo una aportación para un orfanato inexistente.
Aquella interrupción y su aparente seguridad siembra la duda y se produce un desconcierto momentáneo sin que nadie sepa qué hacer, si creer a quien los había subyugado con sus propuestas o la extemporánea diatriba del disidente. Pero sucede algo insólito que supera lo imaginable. En la última fila se forma un alboroto ya que un inválido en silla de ruedas ruega le abran paso para situarse ante el orador y cuando llega ante él, dice: he estado escuchándole y cuanto expone me convence. Veo que es usted una persona especial que consigue hacer llegar su mensaje. Llevo postrado 16 años, desde que a los 17 sufrí un accidente de automóvil y aquella tragedia me dejó desde entonces en esta situación y no me es posible comprarme una silla eléctrica. No puedo moverme, pero usted, que tantas respuestas tiene, ¿no podría ayudarme después de tantos años postrado en esta silla? Se hizo un silencio expectante ante lo insólito de su súplica que ponía en un brete al suplicado y durante unos segundos aquel desconocido no dijo nada. Finalmente, aquel hombre tomó la palabra y le preguntó: ¿crees en Dios nuestro señor? El inválido contestó: sí, creo con todas mis fuerzas. Entonces, contestó el desconocido: tu fe te ha salvado, levántate y vete a dar gracias a Dios sin tu silla, pues otro puede necesitarla.
La escena era irreal por inimaginable. La expectación por verle intentar levantarse por sí mismo era enorme dentro de un absoluto silencio. El inválido se apoyó en los brazos de su silla, hizo un amago de alzarse y se elevó un poco ante la incredulidad de todos, pero al final, desfallecido por el esfuerzo, musitó: imposible, no puedo. Entonces el disidente se dio vuelta añadiendo: ¡qué os decía yo! Entonces el desconocido le dijo suavemente: no temas, vuelve a intentarlo y lo conseguirás. Aquel inválido respiró profundo, puso nuevamente sus manos en los brazos de la silla e inició su levantamiento, alzándose un poco; parecía que era imposible levantarse más, pero miró a aquel hombre y vio que asintió. El público estaba conmocionado, pues en otro esfuerzo, lenta pero progresivamente, el inválido se fue alzando y ante la sorpresa general que se daba cuenta de ser testigos de algo sobrenatural, aquel hombre había conseguido elevarse por sus medios y poniendo sus pies en el suelo, aún trabajosamente, dejó la silla, se dirigió a su increíble benefactor y le dijo: no sé quién es usted, pero doy gracias a Dios de haber pasado por aquí y haber coincidido con usted. No me lo creo y en mi casa tampoco lo creerán hasta que me vean, pero quienquiera que usted sea, su persona, su bondad y el impagable favor que me acaba de hacer lo tendré presente de por vida.
Ahora mismo voy a La Compañía a dar gracias a Dios, cumpliendo su petición y que Dios le bendiga. Pero entonces no pudo más y se puso a sollozar entrecortadamente por la impresión y grandeza del momento; él que cinco minutos antes estaba en una silla durante tantos años y ahora podía andar y hacer vida normal. Una cerrada ovación a ambos sonó con fuerza. Pero no todo había acabado, faltaba la traca final. El disidente, negando la evidencia, se volvió a los demás: ¿Pero cómo sois tan crédulos? ¿No veis que todo está amañado para hacernos tragar una trola imposible y que el que hacía de inválido es un actor que finge su parálisis? Todo es un montaje para conseguir mejores donativos para un orfanato inexistente. ¡Dejémoslo solo, pues utilizar la imagen de una persona que no se puede valer por sí misma es caer muy bajo! Sorprendentemente, el público que había asistido atónito a aquel prodigio, hizo más caso al denunciante que al bienhechor y, cabizbajos, se fueron retirando todos, dejando solo en La Porticada a aquel desconocido junto a una silla vacía.
Finalmente, este relato es mera ficción, pero hace 2000 años esto mismo aconteció en Judea y el hombre que hizo tantos milagros, resucitando muertos, curando ciegos y leprosos y sanando paralíticos, predicando una buena nueva que ha cambiado la faz del mundo, no tuvo tanta suerte pues no le dejaron solo en una plaza, lo detuvieron, torturaron y crucificaron y pese a los testimonios de los ciegos que pudieron ver, de los paralíticos que pudieron andar y los leprosos, amén de los resucitados, la realidad es que hoy en Israel solo el 1% de su población es cristiana. De hecho, hay más cristianos en Palestina. Si este comentario moviese a reflexión, solo una, su texto habría tenido algún sentido.
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