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Bueno, así están las cosas en el PSOE: un partido perfectamente dividido en dos clanes al 50 por ciento. Como tantas veces en las últimas décadas. A Pablo Zuloaga apenas le alcanza para empatar en la elección de delegados al congreso federal con la alcaldesa ... castreña, Susana Herrán, que ni siquiera es la capitana titular del grupo crítico sino una lugarteniente del aspirante a la jefatura, Pedro Casares. De hecho, el grupo crítico que le apoya espera que cuando se enfrenten dentro de cuatro o cinco meses en las primarias y el congreso regional tendrá un apoyo más holgado de la militancia. En ese trance, Zuloaga y su gente todavía controlarán el aparato del partido, la organización del cónclave y el censo de militantes. Y quién sabe si en algún momento a Ferraz le dará por intervenir 'manu militari' en favor de algún candidato, o surgirán nuevos actores en escena, o habrá un armisticio para remendar la fractura interna que los ciudadanos acostumbran a castigar luego en las urnas.
Todo es posible, en efecto. No cuesta nada imaginar, tras las primarias y el congreso, un escenario similar al de 2017. Entonces, Zuloaga, nuevo secretario general, tenía a sus rivales internos en los despachos socialistas del Gobierno y en los escaños del Parlamento, y trató de cambiar las cosas. Forzó el cese del consejero de Educación, Ramón Ruiz, en favor de Francisco Fernández Mañanes, así como los despidos de altos cargos de las empresas públicas, como Rosa Inés García (Mare) y Salvador Blanco (Sodercán), cambió a la portavoz parlamentaria Silvia Abascal por Víctor Casal y no pudo cobrarse la pieza principal, la vicepresidenta Eva Díaz Tezanos, porque la protegió personalmente el presidente Revilla.
En las siguientes elecciones, 2019, el PSOE, que cuatro años antes había tocado fondo, subió de 5 a 7 diputados con Zuloaga, con ayuda del hundimiento de la izquierda radical, y en Santander a Pedro Casares le faltaron algunos cientos de votos para arrebatarle la alcaldía a Gema Igual. Puede ser que en 2025 Casares se haga con el mando del partido y el grupo parlamentario, el principal altavoz de la oposición, siga en manos de Zuloaga, al llegar al ecuador de la legislatura. Y hoy en día, las expectativas electorales del PSOE cántabro son peores que entonces, por las carencias propias y por las de su tradicional aliado, el PRC, que busca al sucesor, o lo que sea, de Revilla, mientras el PP, aún con un Gobierno regional en minoría, se siente capaz de repetir victoria e incluso de mejorar sus resultados en las urnas de 2027.
La intensidad del debate interno en el PSOE de Cantabria no es un fenómeno nuevo, ya era muy virulento tan lejos como los años ochenta, cuando, antes de las primarias, la lucha por el liderazgo se dilucidaba en congresos por delegaciones, en los que a veces corrientes de opinión o grupos de militantes de pequeño tamaño decidían, casi siempre a favor de la continuidad.
Jaime Blanco, refundador del PSOE cántabro y secretario general durante 25 años, ganó alguno de esos congresos a cara de perro, con virulentos debates, presiones, negociaciones de madrugada, inesperados cambios de bando, impugnaciones y todo tipo de maniobras clandestinas. Pero en el minuto siguiente a la resolución del cónclave, el secretario general declaraba el final de las hostilidades y ofrecía la mano tendida a los perdedores. Algunos la aceptaban y se incorporaban al proyecto y otros se mantenían en la disidencia hasta la próxima batalla, pero al menos se establecía una tregua para afrontar las elecciones con una cierta cohesión. Eran tiempos en que el PSOE incluso ganaba los comicios autonómicos con 16 diputados, el doble de los que tiene ahora.
El modelo de las primarias, implantado en nombre de una encomiable mayor democracia interna, no parece que ayude a cerrar las heridas abiertas en la pugna interna. Ni en el PSOE, pionero en la fórmula, ni en los demás partidos que la han adaptado después con patrones más o menos similares.
Si en febrero o marzo Pablo Zuloaga y Pedro Casares, antiguos colegas, y sus respectivos bandos han de medir sus fuerzas en la pugna por el liderazgo, gane quien gane, tienen la obligación moral de acotar la virulencia del debate y hacer todo lo que esté en su mano para transitar de la batalla encarnizada a la mano tendida, para devolver la cohesión a un partido dividido en dos mitades que a estas horas se vuelca en la trifulca interna y no parece demasiado consciente de que enfrenta una expectativa electoral muy delicada. O sea, cuando toque, sería imprescindible poner la generosidad del vencedor y la disciplina del vencido al servicio de la causa.
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