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Que una persona decida voluntariamente poner fin a su vida no es nada nuevo. Lo novedoso es que ahora se habla cada vez más de ello. El tema del suicidio se había excluido del debate social y de la charla familiar. Se había ocultado del ... horizonte de sucesos y ahora se ha convertido en un tema de rabiosa actualidad. De hecho, el pasado mes de septiembre se celebró el Día Mundial para la Prevención del Suicidio, bajo el lema: 'Sal del aislamiento, conéctate a la vida'.
A partir de la pandemia los suicidios se dispararon, sobre todo en adolescentes y jóvenes. El tema del suicidio no es un problema sólo del individuo que no encuentra sentido a su vida y su sufrimiento se hace insoportable, sino que también nos tiene que hacer reflexionar sobre el tipo de sociedad que hemos construido. Una sociedad enferma, que ha cimentado las subjetividades en la ruptura con el lazo social y en un consumismo que nos vacía del sentido vital. Y, por consiguiente, el suicidio hay que tratarlo como una enfermedad social.
Así las cosas, es necesario hacer una reflexión sobre las posibles causas que pueden conducir a una persona a quitarse la vida, partiendo de antemano de que cada caso es particular y la causa primordial no es la pandemia, aunque influyó, ni se va a solucionar sólo con medidas preventivas, psicológicas, psiquiátricas y farmacológicas, aunque éstas puedan atenuarlo. El suicidio, reitero, no sólo es un problema de salud mental, que también, sino que tiene causas más profundas, que hay que buscar en una sociedad de expectativas vacías y de consumo desaforado. Que hace aguas porque genera sujetos inestables, flotantes y desapasionados, que no son capaces de afrontar los avatares adversos de la vida, para los que no nos han preparado ni la familia, ni la sociedad, ni una forma de vida basada en el lucro, el hedonismo y la competitividad. Los sujetos se frustran porque sus vidas carecen cada vez más de vínculos fuertes con los otros y de una visión realista de las posibilidades que tiene cada uno. El relato vital se edulcoró con el 'tú puedes conseguir lo que te propongas', que no es verdad. Advertía Víctor E. Frankl que «la principal preocupación del ser humano no es buscar el placer o evitar el dolor, sino encontrar el sentido de la vida». Y eso es lo que hemos descuidado en estas sociedades de consumidores hedonistas: preparar a los jóvenes y adultos para que encuentren por sí mismos el sentido de la vida, si es que lo tiene.
Trabajé mucho tiempo con adolescentes y nunca vi tantos alumnos clasificados con trastornos como en estos últimos años. Parece como si los departamentos de orientación, psicólogos y pedagogos anduviesen buscando alumnos a los que colocar una etiqueta. Hay dictámenes por doquier de NEE, TEA, TDAH, etcétera, que proliferan en escuelas e institutos. Hay conflictos propios de la niñez y de la adolescencia que se transforman en un trastorno que se puede medicar o tratarse con terapias cognitivas conductuales, pero tengo la sensación de que los conflictos desaparecen en su singularidad al clasificar su sufrimiento en una categoría diagnóstica. A los niños tristes se les trata con antidepresivos; a los rebeldes y objetores escolares se les medica con antipsicóticos; los que sufren angustia existencial, con ansiolíticos; a los hiperactivos se les tilda de enfermos bipolares y así sucesivamente. Una sociedad repleta de individuos medicados. ¿No será que los jóvenes andan necesitados de valores morales y de que les escuchen y les pongan límites?
Hay que saber decir a los niños no y poner cotas a ese mundo lleno de ruidos que han creado las redes sociales y las pantallas que nos aíslan. Nos hemos convertido en sujetos fragmentarios cuyas cabezas están 'llenas de pájaros'. Las familias educaron a sus hijos en el consumo audiovisual, en las recompensas emocionales y en la satisfacción inmediata. Malcriados por el 'facilismo' del mercado, henchidos de derechos, sin sus correspondientes deberes, y pensando que la vida no genera obligaciones.
Sociedades de niños mimados, responsabilidad reducida, y subjetividad neutralizada por fármacos y remedios biopolíticos, que generan personas con discapacidad social, que se tambalean ante la mínima dificultad y no soportan las frustraciones.
En la niñez y la adolescencia es fundamental jugar, tener tiempo libre, desarrollar hábitos sociales, hacer frente a situaciones difíciles. No que se lo den todo hecho, sino que aprendan a gestionar sus emociones. La ansiedad que genera la vida virtual de conexión permanente y que nos distancia socialmente puede exacerbar el aislamiento y hacer que nos sintamos solos, lo que puede desembocar en una depresión y llevarnos al suicidio. Una juventud que se encuentra a la deriva tiene que ponernos en alerta porque muchas cosas se han hecho mal. Una sociedad de consumo sin límites genera sujetos egocéntricos agigantados, que no aceptan lo que no les satisface y cuando ya no encuentran satisfacción, sino sufrimiento y vacío al chocar contra la cruda realidad, entonces deciden suicidarse.
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