Justo antes de llegar a la presidencia, Putin reveló en una entrevista que practicaba la fe ortodoxa desde niño, una oportuna confesión que significó el principio de un revival religioso
José M. de Areilza
Domingo, 5 de marzo 2023, 00:05
Vladímir Putin ha sustituido la ideología comunista por la simbología de los zares para justificar su poder omnímodo. Esta metamorfosis no ha sido sólo obra suya. El dictador ruso forma parte de una red de antiguos miembros de la KGB, muchos de ellos reconvertidos en ... poderosos oligarcas. En medio de la zozobra tras la disolución de la Unión Soviética, este grupo fue capaz de acabar con Boris Yeltsin y reemplazar su camarilla en los puestos clave de la política y la economía. Aumentaron el control del Estado sobre los medios de comunicación y la sociedad, hasta perfeccionar el actual régimen político, una cleptocracia que persigue a los disidentes, dentro y fuera de sus fronteras, y frena cualquier atisbo de libertad. Desde entonces, se han embarcado en un regreso al pasado, a través de la mitificación de la grandeza de una Rusia imperial. El giro ha servido para afianzar la unidad de territorios muy diversos. Justo antes de llegar a la presidencia, Putin reveló en una entrevista que practicaba la fe ortodoxa desde niño, una oportuna confesión que significó el principio de un revival religioso. Con una combinación de patriotismo y religión ha sido capaz de proponer una identidad nacional distinta al fracasado comunismo.
Como explica Catherine Belton en su cuidada investigación sobre el mundo de Putin, el dictador ha hecho suyo los mensajes de los escritores favoritos de la Rusia Blanca, que proclaman a Rusia como centro de Eurasia y contraponen esta alianza al mundo atlántico. Las consecuencias negativas del regreso al antiguo régimen no solo afectan a los ciudadanos rusos. Los países vecinos sufren también las exigencias inhumanas de un nacionalismo agresivo y revanchista. Putin necesita reescribir la historia reciente de Europa, con el objetivo de recuperar la grandeza de su país y devolverle su lugar en el mundo. La invasión de Ucrania responde a esta mentalidad, así como la determinación de luchar con todos los medios a su alcance y durante los años que sea necesario. El verano pasado, el autócrata comparaba su determinación en arrasar Ucrania con el reinado de Pedro el Grande. Aplaudía los más de veinte años empleados en hacer la guerra con Suecia y recuperar lo que entendían como territorios rusos. El zar fundo San Petersburgo, la ciudad natal de Putin, y explicaba sus conquistas territoriales como una cuestión existencial, de la que dependía la supervivencia de Rusia. El relato que hoy utiliza Moscú para justificarse es el mismo. No obstante, Pedro el Grande acabó prefiriendo el título de Emperador, más europeo, al de zar, un gesto de debilidad que Putin posiblemente desprecie.
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