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Cuando Barack Obama ganó las elecciones de 2008, Estados Unidos estaba inmerso en el inicio de una descomunal crisis económica, con el sistema financiero gravemente afectado. El ejército estaba desplegado en Irak y Afganistán después de siete años de guerra contra el terrorismo. Su imagen ... exterior se había debilitado y hasta su liderazgo era cuestionado por rivales y aliados. Antes de que los demócratas celebraran la victoria, el candidato republicano John Mc. Cain, veterano de guerra, se dirigió a los ciudadanos para felicitar a su rival y a la democracia. Poco después, Obama pronunció un brillante discurso en Chicago en el que resaltó la fortaleza de la democracia y de Estados Unidos y, de manera inmediata, felicitó al senador Mc. Cain por la limpieza de la campaña y por su pasado heroico al servicio de la nación.
Los demócratas recuperaban la Casa Blanca en un momento político crítico y Obama se iba a convertir en el primer presidente afro-americano de un país con una sombría historia de discriminación racial. Pero aquella noche electoral, esa transición política e histórica tuvo lugar en unos pocos minutos y Estados Unidos volvió a ser «un lugar en el que todo es posible gracias a la grandeza de su democracia». Kamala Harris puede convertirse en la primera mujer presidenta de la historia, aunque los estrategas de la campaña demócrata no han querido situar este hecho en la primera línea de los argumentos electorales. Quizá porque la candidata necesitaba ser reconocida por la opinión pública en otros muchos aspectos, o tal vez por la experiencia de la derrota de Hillary Clinton en 2016. O, probablemente, porque la verdadera fortaleza del sistema norteamericano está precisamente en la normalidad con la que las instituciones son renovadas de forma legítima y democrática.
La noche electoral de 2024 se prevé más larga e imprevisible. Aunque la economía crece con fuerza en los últimos años y Estados Unidos no participa directamente en ninguna guerra, la complejidad del orden internacional y la polarización de los últimos años ha situado estas elecciones en niveles de máximo interés. El estrecho margen de intención de voto entre la vicepresidenta demócrata y Donald Trump y la pugna en los estados bisagra pronostican un recuento disputado, como fuera el del año 2000 en el estado de Florida, resuelto dos meses después con una intervención del Tribunal Supremo para legitimar la victoria por escaso margen de Bush Jr. sobre Gore, quien aceptó la decisión y felicitó a su rival.
Desde las Convenciones del verano, las encuestas han ofrecido un panorama de equilibrio y los candidatos nunca han bajado del 45% ni han superado el 50% en intención de voto. Si un observador recorriera las costas y muchas grandes ciudades contemplaría un mapa predominantemente azul. Y si cruzara el río Mississippi desde el Sur, y subiera la vista desde Texas hasta las dos Dakotas mirando desde allí hacia el Noroeste desde Wyoming hasta Alaska, vería un extenso color rojo. Con esa perspectiva, a pocas horas de la jornada electoral, los demócratas podrían asegurar 226 votos electorales y los republicanos 219.
Pero hasta los 270 necesarios para ganar serían decisivos los 93 votos electorales que están en juego en los siete denominados 'swing states': Wisconsin (10), Michigan (15), Pensilvania (19), Carolina del Norte (16), Georgia (16), Nevada (6), y Arizona (11). Habría distintas combinaciones, en 20 de ellas ganaría Kamala, en 21 Trump y en 3 habría un empate a 269 votos electorales. En ese caso, según la decimosegunda Enmienda Constitucional, resolvería el Congreso: la Cámara elegiría al presidente y el Senado al vicepresidente.
Cada cuatro años, las elecciones presidenciales se convierten en una monumental campaña de propaganda del sistema democrático. La campaña se transforma en un escaparate de la sociedad. Candidatos y propuestas, caucus y debates, analistas y celebrities, billonarios y artistas… todos tienen cabida en el festival electoral. La enorme complejidad de una sociedad libre y diversificada como la norteamericana, con activas minorías étnicas y grupos de presión, con intereses de grandes corporaciones y demandas de sectores sociales, representa un termómetro que toma el pulso a la fortaleza de la democracia. Pero son la legitimidad del resultado y la normalidad institucional las que finalmente proyectan una imagen de credibilidad y seguridad dentro y fuera de Estados Unidos. Por eso el asalto al Capitolio de 2020 y las denuncias de fraude de Trump significaron un duro golpe para la democracia, al que la sociedad norteamericana no quiere volverse a enfrentar.
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