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Judea fue borrada del mapa y recibió, según mis órdenes, el nombre de Palestina». Así pone fin el Emperador Adriano a la segunda guerra judío-romana, según lo escribió Marguerite Yourcenar en su célebre obra 'Memorias de Adriano'. Históricamente, el conflicto se inició en el ... año 132 d.c. cuando el fanático Simeón Bar Koshba, el Hijo de la Estrella, campaba con sus guerrillas en Judea y Samaria y un rabino fariseo, Akiva, le identificó como un mesías salvador, para movilizar así a los radicales zelotes, hacinados en las ruinas de Jerusalén. El detonante fue la fundación de Elia Capitolina. Una ciudad que Adriano concibió como una novedosa solución que hiciera olvidar la destrucción de Jerusalén y su templo a manos de Tito. Tres años de lucha encarnizada tardaron las legiones romanas en sofocar la rebelión contra judíos fanáticos, que resistían escondidos en las cuevas y los túneles del Mar Muerto y Nabatea. Los rebeldes judíos de Gaza fueron ejecutados en masa.
Es posible que Donald Trump no conozca el episodio. Y tampoco sería necesario que sus asesores se remontaran tantos siglos para explicar la complejidad de un territorio como el de Palestina, abierto históricamente a las influencias de imperios, civilizaciones, creencias y fanatismos asesinos. Porque la mera observación del conflicto entre Israel y sus vecinos árabes y palestinos desde 1948, sería suficiente para reflexionar sobre la viabilidad de poner en marcha medidas unilaterales tan drásticas y peligrosas como es la de provocar el traslado de la población de Gaza a un lugar indeterminado políticamente e indeterminable en el derecho internacional, para extirpar el problema de Hamás de la frontera con el Israel actual.
A los acuerdos de Camp David (1979), primer gran paso en la pacificación de los conflictos postcoloniales árabe-israelíes, les sucedieron distintos episodios violentos, pero también la hoja de ruta del proceso de Oslo que concluyó con el reconocimiento de la Autoridad Nacional Palestina en los años 90. A Kissinger, Sadat, Beguin y Carter, les sucedieron, Bush, Peres, Clinton, Rabin y Arafat, que con el apoyo de Naciones Unidas y distintos actores regionales, avanzaron por un camino espinoso y lleno de memorias asesinas. El integrismo islamista y los intereses espurios de dictadores perversos se opuso frontalmente al éxito de los acuerdos e Israel se convirtió en el argumento demoníaco utilizado por los grupos terroristas para captar adeptos entre las minorías palestinas y de otras procedencias. Pero la legitimación aportada por la voluntad de las partes y por el derecho internacional, condujo en ambas ocasiones, Camp David y Oslo, a la implementación del proceso.
Las acciones de mediación y la intervención de las potencias en conflictos tan complejos como los de Oriente Medio, encuentran en los organismos internacionales los instrumentos de apoyo para reestablecer el orden en una región o a nivel global. Y en este sentido, la acometida de la política exterior de Donald Trump para revisar el orden internacional (revisión de acuerdos, amenazas a la Corte Penal, nuevos intereses geopolíticos en Groenlandia, Panamá, el Caribe, o Gaza), muy lejos de fortalecer el liderazgo de Estados Unidos y de las potencias aliadas europeas, asiáticas y americanas, lo debilita. Al fijar objetivos unilaterales que chocan con determinados parámetros del propio orden (las soberanías, la no injerencia) y con algunos intereses coaligados (libre comercio en Norteamérica, Acuerdos Abraham).
Dotar a la política exterior de una visión más acorde con el interés americano, no puede convertir a la potencia inspiradora y principal garante del orden mundial en una potencia revisionista. Estados Unidos perdería credibilidad si no actuara de acuerdo con unos principios y valores que han ayudado a proyectar sus intereses en un entorno abierto a la competencia, pero no bloqueado por las aspiraciones de una administración concreta. Entraríamos en una etapa de revisionismo como lo fue el periodo de entreguerras donde las grandes potencias, la URSS, la Alemania nazi, Japón, la Italia de Mussolini, demandaban cambios territoriales, estructurales y de valores, ante la creciente debilidad de las potencias aliadas (Francia y Gran Bretaña) y la variable visión internacional norteamericana.
Las actitudes revisionistas conducen irreversiblemente al final del orden establecido. El actual está definido por la competición entre potencias, pero esa competición tiene lugar en un marco de soberanías dinamizado por unas instituciones cuya fundamentación siguen siendo los principios liberales, que no nos han conducido a la paz y el progreso equitativo, pero que nos han sacado de la pobreza y el exterminio. Y en muchos casos, de la guerra. «Cansados de nosotros el mundo se buscaría otros amos, lo que nos había parecido sensato resultaría insípido, y abominable lo que considerábamos hermoso», decía Adriano al abandonar el territorio que había reordenado: Palestina.
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Ana del Castillo
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