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Después del terrible atentado de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos inició una campaña militar y de inteligencia para responder al ataque de Al Qaeda, y puso en marcha una serie de acciones legales, políticas y diplomáticas para dotar a ... la estrategia de un marco de legitimidad. La comunidad internacional entendió de manera prácticamente unánime que frente a un ataque de tal envergadura el derecho a la defensa era legítimo. Pero en 2003, cuando el gobierno de George W. Bush tomó la decisión de invadir Irak para prevenir la supuesta existencia de armas de destrucción masiva en manos de Sadam Hussein, la opinión pública se fracturó entre quiénes apoyaban las acciones de lucha preventiva contra el terrorismo en distintos escenarios como el iraquí, y quiénes cuestionaron la decisión por considerarla unilateral y contraria al derecho internacional.
Al poco tiempo, el Gobierno norteamericano modificó progresivamente la definición de la estrategia, situando a la promoción de la democracia en Oriente Medio como uno de los objetivos de la intervención bélica. Pero la guerra, las víctimas, la escalada del conflicto y el terrorismo hicieron mella en la sociedad y el clima de opinión varió. La llegada de la administración de Obama no consiguió reconstruir la debilitada estrategia de los denominados neocons, y su nueva e imprecisa doctrina se vio desbordada posteriormente por la violencia de las Primaveras Árabes y los conflictos de Siria e Irak cuando el Estado Islámico hizo su aparición. Aunque la historia parece remisa a reconocer el éxito de la guerra contra el terrorismo internacional, lo cierto es que el objetivo inicial de las acciones emprendidas en 2001 se alcanzó parcialmente. Sin embargo, la historia coincide en resaltar las consecuencias trágicas de todo el proceso en la región, el deterioro de la imagen y el liderazgo de Estados Unidos, y la turbia herencia en la memoria política y colectiva de la etapa.
Al cumplirse un año del ataque de Hamás contra la población civil israelí, la memoria colectiva no olvida ni en Israel, ni en el conjunto de la opinión pública internacional, las atrocidades perpetradas por el grupo terrorista. De manera casi unánime (porque grupos como Hizbollah aplaudieron el asalto indiscriminado, las violaciones y el asesinato de mujeres y niños), líderes y ciudadanos condenaron los espeluznantes actos, mientras Estados y organismos internacionales, mayoritariamente, reconocieron el derecho de Israel a responder en legítima defensa. De forma inmediata, casi paralela, los sectores más críticos con Israel dentro y fuera de la región, se manifestaron en contra de las acciones militares en Gaza, reclamando vías de negociación con unos terroristas que habían asesinado a 1.200 personas y secuestrado a 250 rehenes.
La ofensiva del ejército israelí durante este año, con un injustificable número de víctimas (41.000) entre la población civil de Gaza, mujeres y niños entre ellas, y la extensión de las acciones hacia el objetivo de Hizbullah en el Sur del Líbano han provocado una masiva presión social y desde los gobiernos, para que Netanyahu detenga las operaciones y decrete un alto el fuego. Pero el primer ministro ha hecho oídos sordos a las manifestaciones y críticas, y ha planteado en cambio la modificación de la estrategia para vincular el final del conflicto con una imprecisa recomposición política regional y con la construcción de un nuevo orden en Oriente Medio. Esta nueva incertidumbre se suma ahora a los riesgos que la sociedad israelí viene acumulando desde hace décadas, y que todavía no han desaparecido después de un año de dolor y violencia.
Ni la política regional, ni la internacional, se han modificado en ninguna dirección que permita esclarecer un futuro distinto, ni mejor, para Israel que el conformado antes del ataque de Hamás en el marco de entendimiento iniciado con los acuerdos Abraham. Aunque la estructura de los grupos terroristas se haya debilitado notablemente, Israel no se ha convertido en un actor estratégico más creíble, ni suficientemente seguro, como para mostrarse dispuesto a propiciar la cooperación con otros países del entorno.
La indefinición de ese cambio en los objetivos políticos sugerido por Netanyahu esconde probablemente un entramado de propuestas e intereses partidistas de los grupos que le apoyan en el gobierno. Seguramente imposibles de realizar en el marco de un conflicto abierto, ni de consensuar en un proceso de negociación y de alto el fuego. Y mientras esa complejidad interna permanece, Netanyahu opta por prolongar las hostilidades, confiando en que el final del túnel político pudiera verse iluminado por el éxito de las acciones armadas, cuyo objetivo inicial era el de reducir la capacidad operativa de los grupos terroristas. Sin embargo, la historia es clara en este sentido: si la acción militar no tiene un objetivo político bien definido, la estrategia conduce a un túnel sin salida.
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