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La Unión Monetaria Europea (UME) ha sido, desde su nacimiento, objeto de controversia, y no sólo dentro del ámbito académico sino, también, entre los gestores ... de la política monetaria. Dos han sido, creo yo, las principales objeciones que se han puesto a la misma: la primera era que la Unión Europea (UE) no constituía un área monetaria óptima y que, por lo tanto, no era apta para formar una auténtica unión monetaria; la segunda era que una unión monetaria sin unión fiscal está condenada, de antemano, al fracaso. A día de hoy, aunque las cosas han cambiado bastante, ambas objeciones siguen estando vigentes, al menos en parte.
Tras más de dos décadas de funcionamiento, y con circunstancias en ocasiones muy complicadas, sigue siendo cierto que la UME no constituye un área monetaria óptima, aunque, poco a poco, parece estar en camino de serlo. En cuanto a la unión fiscal, y pese a algunos logros significativos, no hay ninguna duda de que seguimos estando muy lejos de conseguirla. El problema en este caso es que el actual Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC), que es el mecanismo que gobierna los asuntos fiscales dentro de la UME, ha perdido toda su credibilidad y está, en palabras de Paul de Grauwe, roto. En consecuencia, hay práctica unanimidad sobre la necesidad de reconducirlo, reacondicionarlo o sustituirlo por otro nuevo. Pero, ¿en qué dirección? Pues aquí, precisamente, es donde se dejan sentir las diferencias sustanciales que existen entre halcones y palomas dentro de la eurozona.
De acuerdo con Paul de Grauwe, que es uno de los máximos expertos en la materia, las nuevas reglas fiscales de la UME deberían estar sustentadas en dos principios: por un lado, en no establecer más objetivos numéricos y, por otro, en priorizar la inversión pública nacional y europea.
Lo de eliminar objetivos numéricos proviene del hecho de que los hasta ahora teóricamente vigentes, relativos a mantener un déficit público no superior al 3% del PIB y una ratio de deuda pública/PIB por debajo o igual al 60%, han sido, en la práctica, totalmente inoperantes, de forma que, de hecho, no han introducido ninguna disciplina fiscal adicional en los países miembros de la UME. Como esto es así y como, además, no hay ninguna prueba de que, como algunos creían, la unión monetaria sea proclive a una menor disciplina fiscal, no parece que tenga mucho sentido seguir aferrándose a los mismos o, si se quiere, sustituirlos por nuevos objetivos numéricos. Es por ello que, como subraya de Grauwe, «en la actualidad, existe un amplio consenso entre los economistas de que debería desarrollarse una nueva gobernanza para las políticas fiscales sin fijar objetivos numéricos» y en la que la sostenibilidad de la deuda debería ser, sobre todo, el criterio a seguir.
Tan importante o más es, a mi juicio, la aplicación del segundo principio arriba mencionado. Para resolver los retos medioambientales, digitales y de crecimiento sostenible a los que nos enfrentamos, existe una necesidad creciente de potenciar la inversión pública todo lo posible, algo a lo que las reglas fiscales de la eurozona imponen bastantes obstáculos, ya que, como es sabido exigen que los presupuestos se mantengan equilibrados en términos estructurales, esto es, a lo largo del ciclo económico. Pues bien, como quiera que esto implica que solo es posible elevar la inversión pública si se hace lo propio con los impuestos o si se reducen otras partidas de gasto, lo que no tiene mucho sentido (sobre todo cuando el coste del endeudamiento era próximo a cero), lo que ocurre es que la inversión pública tiende a ser la gran perjudicada por la regla del presupuesto equilibrado. ¿Dónde está la solución? Aunque no es sencillo, en parte, tal y como ocurre con el Mecanismo de Recuperación y Resiliencia del programa Next GenerationEU, en que sea la Comisión Europea y no los estados miembros quienes se endeuden y, en parte, en permitir que los gobiernos de los mencionados estados miembros puedan dividir su prepuesto en dos componentes. La regla del presupuesto equilibrado tendría que aplicarse al presupuesto corriente, pero no al de capital, que es el que recogería las inversiones públicas; estas últimas, sobre todo las que estén más encaminadas a la sostenibilidad del crecimiento económico en el futuro, deberían poder financiarse mediante endeudamiento y quedar fuera de la regla del presupuesto equilibrado. Por desgracia, aquí el enfrentamiento entre halcones y palomas es más que evidente.
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Ana del Castillo
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