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La actividad económica de un país depende del consumo, la inversión y el saldo exterior neto. Aunque no tiene demasiado sentido discutir acerca de cuál de estos tres componentes es más importante, pues cada uno desempeña su papel, no hay duda de que, en términos ... de nivel, el consumo es, con diferencia, el más significativo, mientras que lo es la inversión cuando el foco se pone en la evolución económica. El saldo exterior neto, al menos en países como el nuestro, suele jugar un papel relativamente menor y más acomodaticio (aunque no irrelevante), tanto en términos de nivel como de evolución.
La importancia de la inversión proviene de que siempre juega un doble papel: por un lado, contribuye a la demanda agregada, lo que permite sostener la actividad económica corriente y, por otro, y a través del aumento del stock de capital, contribuye al crecimiento futuro. Por sus propias características, la inversión, tanto la pública como la privada, suele ser bastante volátil, aunque, en general, lo es más la primera que la segunda.
El IVIE, ese magnífico centro de investigación económica valenciano, en colaboración con la Fundación BBVA, acaba de publicar un pequeño informe en el que, precisamente, pasa revista a lo ocurrido con la inversión pública en España en las tres últimas décadas. Y lo que evidencia, lo que pone de relieve, no es, desde luego, nada edificante. Resumiéndolo en muy pocas palabras, dos son los elementos que han caracterizado el comportamiento inversor de las administraciones públicas entre 1995 y 2022: que, en contra de lo que debía ser, su conducta ha sido procíclica, y que se ha mostrado extremadamente volátil.
La primera de estas características, que no está tan agudizada en otros países europeos, se pone de manifiesto al observar que la inversión, tanto en valores absolutos como en relación con el PIB (el esfuerzo inversor), aumentó de forma continuada entre 1995 y 2009, los años (excluido este último) más expansivos de nuestra economía; disminuyó abruptamente entre 2010 y 2015, los años más duros de la Gran Recesión; y se ha mantenido, en niveles bajos, desde entonces hasta la actualidad, años en los que la economía ha experimentado un cierto proceso de recuperación. La justificación de este comportamiento procíclico se encuentra en que la inversión pública suele ser la variable de ajuste de las cuentas públicas: a la hora de reducir el déficit, es más fácil disminuir la inversión que, por ejemplo, hacerlo en pensiones, sanidad o educación.
Por su parte, la volatilidad de la inversión se evidencia sin más que comprobar la evolución del esfuerzo inversor: de representar el 3,8% del PIB nacional en 1995 y alcanzar su máximo (ligeramente por encima del 5%) en 2009, pasó a caer hasta el 1,6% (su valor mínimo) en 2016 y situarse en el 2,1% en 2022, un nivel que no sólo está muy por debajo del alcanzado en los primeros años de este siglo sino, también, de la media europea.
¿Quiénes son los principales damnificados de un comportamiento inversor tan paupérrimo como el indicado? Pues, básicamente dos. Por un lado, y si nos fijamos en la composición de la inversión pública española, veremos que la caída más sustancial se ha registrado en el ámbito de las infraestructuras productivas (sobre todo las de transporte), mientras que en el de las sociales (educativas, sanitarias, culturales, de servicios sociales, administrativas, etc.) el descenso fue más moderado, lo que las ha permitido, en 2022, recuperar los niveles reales que tenían en 1995; en las de transporte todavía hoy estamos, en términos reales, un 20% por debajo del nivel alcanzado en 1995.
Por otro lado, y como consecuencia de que, entre 2012 y 2020, la inversión pública neta en España registró valores negativos (es decir, la depreciación del capital público se comió con creces el aumento de la inversión pública bruta), el stock de capital público del país ha caído de forma sustancial, algo que, evidentemente, merma la capacidad competitiva de nuestras empresas y que, antes o después, se traducirá en una merma del crecimiento económico. A la vista de este resultado, cabe preguntarse, al menos como ejercicio mental, si los esfuerzos desplegados para reducir el déficit público como porcentaje del PIB (esfuerzos que, como he indicado, se han centrado sobre todo en el capítulo inversor), no resultarán baldíos si, como consecuencia de los mismos, el PIB crece menos de lo que debiera. De ahí la interrogante del título.
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