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De acuerdo con Trump, arancel es la palabra más bonita del diccionario. ¡Quién lo diría! Para el nuevo presidente estadounidense, los aranceles son como las ... navajas suizas, capaces de cumplir múltiples cometidos. Según él, los aranceles impuestos a China, Canadá y México reducirán el déficit comercial norteamericano con el resto del mundo, ayudarán a recuperar su poderío económico, y serán una fuente de ingresos gubernamentales que compensará las rebajas impositivas que planea introducir. Vamos, que los aranceles son como el bálsamo de Fierabrás, una medicina que cura todos los males.
Nada, sin embargo, más lejos de la realidad. Los aranceles constituyen, en el fondo, una muestra de la debilidad económica de quien los impone. ¿De no ser así, por qué lo hace? Aunque es cierto que en determinadas circunstancias tienen sentido (el caso de la industria naciente o el de limitar el poder monopolístico, entre otras), los aranceles son un instrumento perjudicial para el conjunto de la economía, pues protegen a la producción doméstica ineficiente en perjuicio de consumidores y productores, sobre todo si, para desarrollar su actividad, estos últimos dependen de factores de producción importados.
De entre los múltiples efectos que los nuevos aranceles pueden tener sobre la economía norteamericana, hay algunos que tienen toda la pinta de ser inevitables y poco o nada positivos. Por un lado, es obvio que aumentarán los precios de numerosos productos de importación, pudiendo llegar a generar una espiral inflacionista. Por otro lado, provocarán la apreciación del dólar, dificultando así las exportaciones americanas y, en consecuencia, limitando, si no revertiendo, una hipotética reducción del déficit comercial; en todo caso, y como aviso para navegantes, cabe recordar, al respecto, dos cosas: la primera, que tener un superávit comercial requiere más ahorro y menos inversión, algo que, probablemente, no es bueno para la economía estadounidense; y, la segunda, que un superávit comercial no es garantía, en absoluto, de crecimiento económico, como lo evidencian, con toda claridad, los casos alemán y chino. En otro orden de cosas, la imposición de aranceles reducirá el potencial de creación de empleo de la economía al subsidiar a las empresas menos eficientes en detrimento de las más competitivas; y, finalmente, al proteger el mercado interno de la competencia exterior, es muy posible que los aranceles desincentiven la inversión en I+D+i, lo que, a medio plazo, redundará, también, en un menor crecimiento económico.
Vamos, que, en lugar de actuar como una potente navaja suiza, la imposición de aranceles por Trump tiene muchas posibilidades de convertirse en un instrumento desestabilizador de la economía norteamericana, de forma que podría suceder que, utilizando un lenguaje común, al Presidente le salga el tiro por la culata. Esto, ciertamente, no estaría mal para alguien tan megalómano y egocéntrico como Trump, si no fuera por el hecho de que la mencionada imposición de aranceles daña a los ciudadanos estadounidenses y también al conjunto de la economía mundial y amenaza con represalias comerciales generalizadas, algo que, por cierto, no hará más que empeorar las cosas.
Tal y como se recuerda en algunos ámbitos académicos y políticos estos días, hace casi un siglo que el entonces Presidente Roosevelt reconoció que la existencia de aranceles muy elevados había puesto a los Estados Unidos al borde la ruina, pues invitaban a la toma de represalias por parte de otros países y ahogaba la inversión. Donald Trump, siguiendo el camino inverso marcado por otro Presidente, McKinley, parece que no ha aprendido la lección y sigue cayendo en el mismo error. Veremos a donde nos lleva esto, aunque, a juzgar por todo lo expuesto, probablemente a nada bueno; no para los norteamericanos, pero tampoco para el resto del mundo.
El mencionado McKinley modificó su postura ultraproteccionista por otra más colaborativa pues, al final, se dio cuenta de que factores tales como el crecimiento de la población, la mejora del capital humano, el respeto a la ley, el liberalismo económico bien entendido, una sana competencia, etc., son los únicos elementos que garantizan el crecimiento económico a medio plazo. El proteccionismo sólo lleva a encerrarnos cada vez más en nosotros mismos, a ser menos competitivos y a necesitar de más y más protección para sobrevivir. Un panorama, a todas luces, nada halagüeño. De ahí que el Wall Street Journal tildara a su imposición como la guerra comercial más estúpida de la historia.
Para concluir, un acertijo, ¿qué relación existe entre la imposición de aranceles, el tráfico de drogas y la inmigración ilegal? Obvio: el chantaje.
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Ana del Castillo
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