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Desde que, a finales de los cincuenta del siglo pasado, nuestra economía iniciara su apertura al exterior, los progresos han sido enormes, bien que no ... exentos de situaciones tremendamente complicadas. Por fortuna, la integración en lo que hoy constituye la Unión Europea nos dio un gran empuje en todo lo relativo al proceso de apertura, mejoró considerablemente la conducta de nuestra balanza de pagos y, sobre todo, y con la creación del euro, eliminó los procesos devaluatorios a los que a menudo se vio sometida nuestra peseta.
Más recientemente, sobre todo en los años que siguieron a la gran crisis financiera de 2008, el comportamiento exterior de nuestra economía nos permitió sortear, mal que bien, los aspectos más crudos de la misma, ya que las exportaciones fueron el único componente de la demanda agregada que mostró un gran dinamismo. Cierto que el auge exportador era la única respuesta de la que podían echar mano nuestras empresas ante el deterioro de la demanda interna, pero cierto también que, haciendo de la necesidad virtud, supieron hacerlo; de no haber sido así, las caídas de la actividad y el empleo habrían sido mucho más intensas.
Aun cuando, medidas en términos del PIB, las exportaciones de nuestro país experimentaron un importante retroceso poco antes de la pandemia, superaron claramente a las importaciones, motivo por el cual la balanza comercial siguió manteniendo una posición superavitaria. A partir de 2020, sin embargo, las exportaciones iniciaron un fuerte proceso alcista, hasta el punto de que la ratio 'exportaciones/PIB' aumentó en más de diez puntos porcentuales, situándose en el 41,5%. De acuerdo con Raymond Torres, «cuatro de cada diez euros generados por la economía española provienen de la demanda externa, un 20% más que antes de la pandemia y un 60% por encima del nivel anterior a la crisis financiera».
La mejora de la competitividad exterior que reflejan las cifras anteriores se ve magnificada si consideramos que, de forma paulatina, nuestras exportaciones se han ido diversificando de manera que, en la actualidad, los bienes de equipo, la energía y los servicios profesionales, entre otros, han entrado a formar parte del mix que tradicionalmente exportaba España: productos agroalimentarios, vehículos y turismo.
De cara al futuro, es muy probable que estas mejoras competitivas se mantengan, al menos durante un cierto tiempo, si, como todo parece indicar, seguimos manteniendo una tasa de inflación por debajo de la media europea, unos costes laborales bastante controlados y una energía que, pese a ser muy cara, lo es menos que entre nuestros principales competidores.
¿Dónde residen, entonces, las sombras para nuestra competitividad exterior? Pues, precisamente, en el hecho de que algunos de los factores mencionados se tuerzan. Si, por cualquier circunstancia, el diferencial de inflación favorable a nuestro país empieza a reducirse (y, en mi opinión, es probable que esto suceda), también lo hará nuestra capacidad para competir con otros países. Algo similar puede decirse, claro está, en relación con los costes laborales; de momento, estos han subido mucho menos que la inflación, lo que otorga a las empresas una gran ventaja competitiva, pero, si estos empiezan a aumentar (las justas reivindicaciones salariales van en esa línea), esa ventaja irá desapareciendo paulatinamente, a no ser que se compense con ganancias de productividad vía nuevas inversiones en I+D+i y en capital tecnológico y humano. En cuanto a los menores costes energéticos relativos, la verdad es que mucho depende de la vigencia de la llamada 'excepción ibérica' y de las decisiones que sobre su ampliación, o no, en toda la UE se adopten. Pues bien, mientras que, en relación con la energía, las empresas tienen poca capacidad de maniobra, al menos a corto plazo, en los otros dos puntos sí que su propia moderación –que muchas grandes empresas energéticas y financieras no muestran por ningún lado– podría contribuir a rebajar la inflación y contener los costes, manteniendo así sus ventajas competitivas.
Por último, otro ámbito en el que nuestras empresas tienen que seguir insistiendo es en el de la diversificación de la gama de sus productos de exportación. Aun cuando, como señalaba previamente, se ha avanzado bastante en este sentido, seguimos estando muy lejos (¿exagero si digo a años luz?) de países como Alemania, que es el que deberíamos tomar como ejemplo. Esto, sin embargo, resulta muy complicado, porque la reducida dimensión de nuestras empresas limita su acceso a los mercados exteriores, aun cuando sus productos sean de calidad y competitivos.
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Ana del Castillo
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