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Supongo, no sé si acertada o equivocadamente, que muchos de ustedes desconocen el significado de la palabra que titula este artículo. Si es así, tengo que decir que no me sorprende nada en absoluto, pues se trata de una palabra norteamericana que, al hilo de ... lo que está ocurriendo con los precios en el mundo, se ha puesto de muy de moda y que, a falta de otra mejor, terminaremos por incorporar a nuestro vocabulario. Ya ocurrió con brunch (esa síntesis de desayuno y almuerzo con que se denomina al desayuno tardío o al almuerzo tempranero) y ocurrirá con greedflation. Se trata de una síntesis de avaricia (greed) e inflación, que hace referencia a la inflación actual causada, en gran medida, por la avaricia de las grandes corporaciones.
Aunque la inflación que estamos padeciendo tiene sus orígenes en la ruptura de las cadenas de suministros y en la escasez de recursos estratégicos propiciadas por la pandemia y la guerra en Ucrania, los denominados efectos de segunda ronda son, en la actualidad, los principales causantes de la misma. Y, ¿de dónde proceden una buena parte de estos efectos? Pues, en contra de lo que se venía asumiendo, no proceden de demandas desorbitadas de crecimiento de los salarios, sino de aumentos de los beneficios de muchas grandes corporaciones, y, muy en particular, de las relacionadas con la oferta de recursos fósiles y alimentos. Según Oxfam, «los márgenes de beneficios en Estados Unidos están en su máximo de los últimos 70 años. En el Reino Unido, los márgenes de las 350 corporaciones más grandes fueron un 74% mayores que antes de la pandemia y en España los márgenes de beneficio en 2022 fueron un 60% mayores que en 2019».
La obtención de grandes beneficios no debería ser motivo de disputa, siempre y cuando los mismos se pudieran justificar adecuadamente, esto es, se debieran a la creación de riqueza añadida. El problema, como sucede ahora, es que una parte muy sustancial de los mismos proceden única y exclusivamente del enorme poder de mercado de las grandes corporaciones; en definitiva, que las elevaciones de precios que vemos en estos días no son el resultado del comportamiento normal de mercados competitivos en los que las empresas han mejorado su rendimiento como consecuencia de nuevas inversiones y del progreso tecnológico, sino que son, precisamente, el resultado de la ausencia de competencia y, por lo tanto, de la búsqueda de rentas de las empresas monopolistas u oligopolistas que controlan los mercados de muchos productos estratégicos, y que cargan precios desorbitados por esos productos para los que no hay alternativa posible.
Lo curioso de todo esto es que, por primera vez en mucho tiempo, estas prácticas depredadoras han sido denunciadas no por analistas más o menos convencidos de que esto es así, sino por instituciones como el BCE que, aunque todavía en voz baja y alejadas de los focos mediáticos, parece que han reconocido que son los mayores márgenes empresariales y no los salarios los que están impulsando la inflación. Hasta no hace mucho, la idea dominante era simplemente que las empresas estaban trasladando a los consumidores las alzas en sus costes de producción, por lo que el aumento de tipos de interés era una medida necesaria para cortar una potencial espiral precios-salarios. Pero resulta que no es así, que los aumentos de precios superan en mucho a los de costes. En palabras de Paul Donovan, economista jefe de UBS Global Wealth Management, «es evidente que el incremento de beneficios ha jugado un papel importante en la inflación europea en los últimos seis meses». O, como subraya Oxfam, utilizaron la guerra y la pandemia como cortinas de humo para subir beneficios y márgenes.
¿Terminará este comportamiento de búsqueda de rentas corrigiéndose por sí mismo? Aunque hay quien piensa que sí (el economista jefe del BCE sostiene que «las empresas europeas saben que si elevan demasiado los precios sufrirán una pérdida de cuota de mercado»), yo no lo tengo tan claro. Es precisamente por este motivo por el que los estados deberían intervenir con políticas regulatorias que garantizasen que tales mercados funcionen con niveles mucho mayores de competencia, pues, en caso contrario, la posibilidad de un estallido social no hace más que acrecentarse. Coincido, pues, con las propuestas de Oxfam, que defiende que un gravamen sobre estos beneficios extraordinarios y una limitación del poder de mercado de las grandes corporaciones son medidas pertinentes para tratar de revertir la situación.
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