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Por fas o por nefas, la gestión de la política económica no ha sido nunca tarea sencilla; tampoco lo es, por supuesto, en estos tiempos. Puesto que ya he hecho referencia en varias ocasiones a los problemas con los que se enfrenta la política monetaria, ... permítanme que ahora lo haga con la política fiscal, la relativa a los ingresos y gastos públicos.
Tras un periodo en el que las reglas de gasto público de la UE quedaron en suspenso para poder hacer frente a diversas crisis, entre ellas la pandemia, es de sobra conocido que Bruselas ha reinstaurado las mismas y que, en consecuencia, prácticamente todos los países comunitarios están embarcados en un proceso de consolidación fiscal con la pretensión de alcanzar, lo antes posible, los objetivos de déficit y deuda, 3% y 60% del PIB, respectivamente.
La consolidación fiscal, que nadie duda es necesaria, puede ser nefasta en la actualidad debido a las expectativas poco halagüeñas que existen sobre crecimiento económico en la UE, sobre todo por la debilidad de la economía alemana y el impacto de la guerra comercial con la que Trump amenaza. En este contexto, y si nada lo remedia, la UE se enfrenta a una triada maldita: por un lado, a la necesidad mencionada de implementar los ajustes fiscales requeridos por Bruselas; por otro, a la necesidad, no menos imperiosa, de incrementar sobremanera la inversión pública; y, por otro, a las reticencias acerca de proveer más medios de financiación similares a los Next Generation.
Que la inversión pública en la UE tiene que aumentar es algo en lo que prácticamente todo el mundo está de acuerdo, aunque no tanto en la forma en que la misma tiene que ser financiada. Las causas de que sea necesaria una mayor inversión pública (y, por supuesto, privada) son muchas, pero se pueden resumir en cuatro, íntimamente relacionadas entre sí: el envejecimiento demográfico creciente, que recaba cada vez un mayor gasto sanitario; la lucha contra el cambio climático; la mejora de las capacidades defensivas propias de la UE; y, por supuesto, y tal y como subrayó Draghi en su ya famoso informe, la urgente necesidad de mejorar la competitividad comunitaria. En conjunto, el antiguo Presidente del BCE estima que la inversión debe rondar los 800.000 millones de euros anuales, sobre todo provenientes del sector privado, pero también, como es imaginable, del sector público.
Nadie duda de que las bajadas de tipos propiciadas por el BCE como consecuencia de la reducción de las tensiones inflacionistas propiciarán un aumento de la inversión, pero todos dudan de que las mismas sean de la suficiente entidad como para lograr alcanzar las cifras de inversión pública necesitadas. Además, tampoco conviene olvidar que las bajadas de tipos benefician principalmente a los detentadores de activos, por lo que son un instrumento que, a priori, contribuye a aumentar la desigualdad. Si a esto le unimos el hecho de que la consolidación fiscal conllevará, también, la reducción del gasto público, parece bastante claro que, aunque la misma consiga los objetivos marcados por Bruselas, lo hará a costa de una mayor desigualdad. Como siempre, en economía, «no hay almuerzos gratis».
Aunque es harto probable que una mejor gestión de los ingresos y gastos fiscales pueda contribuir algo a paliar «el coste» de la consolidación fiscal, por el lado de los ingresos con una mayor progresividad y con la «sutura de los múltiples agujeros fiscales existentes» y, por el del gasto, con una racionalización extrema del mismo, lo cierto es que la forma de romper la triada maldita antes mencionada no es otra que a través de una mayor inversión comunitaria financiada, como señalé previamente, con mecanismos similares a los del programa Next Generation; esto es, mediante la emisión de deuda pública mancomunada, respaldada por toda la UE. Hoy por hoy, esta alternativa sigue pareciendo una entelequia, pero cuando se le vean de verdad las orejas al lobo (y, si no ha sucedido ya, cada vez estamos más cerca de que esto suceda), como ocurrió con la pandemia, quizás cambien las percepciones de los responsables comunitarios y de los países más recalcitrantes a emprender el camino mencionado. Sólo así seremos capaces de mejorar la salud de nuestros mayores (una parte cada vez más importante de la población), alcanzar logros significativos en la lucha contra el cambio climático, ser más autónomos en materia de defensa y mejorar nuestra competitividad.
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