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A tenor de la información suministrada tanto por el INE como por el Ministerio de Empleo y Seguridad Social, resulta evidente que la evolución del mercado de trabajo en nuestro país es muy positiva; el nivel de empleo es el más elevado de los últimos ... años y, en paralelo, el volumen y la tasa de desempleo alcanzan sus cotas más bajas. Aun así, y tal y como he subrayado en diversas ocasiones, son muchos y muy graves los problemas que afectan a nuestro mercado laboral, sobre todo si lo comparamos con el de nuestros principales socios comunitarios: seguimos teniendo una tasa de ocupación muy baja y una tasa de paro demasiado alta. Adicionalmente, y esto es algo que compartimos con los mencionados socios, tenemos, cuando menos, otros dos problemas: por un lado, y en lo que atañe a cualificaciones concretas, uno de falta de concordancia entre demanda y oferta; y, por otro, uno de abundancia de empleos con condiciones laborales poco atractivas. No hace falta ser un lince para ver que ambos problemas están vinculados entre sí.
En relación con el primero, y aparte de los problemas de desequilibrio que tradicionalmente se producen entre demanda y oferta de trabajo, en la actualidad nos encontramos con tres elementos que hacen que este desajuste sea mucho más intenso: dos de ellos (la transición energética y digital) de carácter estructural y uno de ellos (los reajustes producidos tras la pandemia) de naturaleza más coyuntural, pero de largo alcance. La solución a estos problemas (que pasa por una mejor adaptación de la fuerza de trabajo a las necesidades de las empresas y por la atracción de mano de obra cualificada extranjera) no es nada sencilla, pues requiere tiempo, es costosa y, con demasiada frecuencia, choca con una mentalidad reacia al cambio, tanto de los trabajadores como de los empresarios, el sistema educativo-formativo y, en general, de toda la sociedad.
Una parte del problema mencionado se solucionaría, o entraría en vías de solución, si los salarios percibidos por los trabajadores fueran más atractivos. Esto, naturalmente, nos lleva al segundo de los problemas antes señalados. Si, como ha evidenciado hace poco el Banco de España, la remuneración recibida por una parte sustancial de la población no permite «asumir gastos esenciales» y las condiciones de trabajo no son las más adecuadas, no es de extrañar que se produzcan los desajustes aludidos. En este contexto, no sorprende que lo difícil sea encontrar gente que esté dispuesta a trabajar con salarios bajos y condiciones laborales realmente duras. ¿A quién le llama la atención, por ejemplo, que haya una enorme demanda de camareros no cubierta? ¿Quién puede estar dispuesto a trabajar horas y horas de forma continuada y con una remuneración exigua si no es por absoluta necesidad? El resultado es que, dentro de la Unión Europea, España es uno de los países en los que el índice de calidad del trabajo (que analizábamos detalladamente la semana pasada), alcanza un valor más reducido: sobre un máximo de 100, España no llega a 40, la media europea supera el nivel de 50 y los países del norte están por encima de 70.
Cierto que, a medida que el desempleo disminuya y la necesidad de cubrir puestos de trabajo vacantes se haga más aguda, las condiciones laborales (salarios, horarios, conciliación, etc.) mejoraran y los problemas de empleos de baja calidad (low-quality jobs) se irán reduciendo, pero cierto también que, si dejamos que sea el propio funcionamiento del mercado de trabajo el que, de forma exclusiva, se encargue de realizar este ajuste, este llevará demasiado tiempo, será socialmente muy costoso y, me temo, nunca será pleno. Es por ello que, en mi opinión, es necesario un empujón de toda la sociedad y, más en concreto, de los gobiernos, para mejorar las condiciones laborales de una parte sustancial de nuestra fuerza de trabajo; entre otras cosas, esto pasa, me parece, por hacer un esfuerzo continuado por reequilibrar las relaciones de poder entre trabajadores y empresarios, sindicatos y patronal, relaciones que, a mi juicio, están demasiado sesgadas en favor de los segundos.
Sea como fuere, lo que no es de recibo es que en un país desarrollado como el nuestro, en el que la economía va relativamente bien, cada vez haya más trabajadores pobres, esto es, trabajadores que, según indica el propio Banco de España, no pueden hacer frente a gastos esenciales como la alimentación, la electricidad y el alquiler.
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