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Resulta que recién comenzado el 2022, en pleno siglo XXI, me sigo tropezando con jóvenes, con chavalucos que les va el asunto de la lectura. Muchachos, no niños, que tienen la ocurrencia de despacharse a menudo un libro. Uno de los de antaño, con sus ... hojas, su lomo o su marcapáginas. Sin santos o dibujos, o con ellos. Y para más inri, los muy descocados se tragan títulos no sólo de los catalogados como literatura juvenil, sino de lo más variopinto. Desde tratados sesudos de filosofía y ciencia, pasando por novela histórica, negra o policiaca, hasta poesía he llegado a ver leer a ciertos individuos. ¡Esta juventud!
Con lógica, muchos de ustedes, avezados y curiosos lectores, tal vez no acierten a ver dónde se encuentra la sorpresa o la novedad. Pero quienes contamos con más de cuarenta años y sabemos que el mando a distancia era el menor de la familia al que se le encargaba la labor de cambiar la tele en blanco y negro de la primera cadena al UHF, o quienes con suerte conocimos de la existencia de los ordenadores Commodore o Spectrum y nuestro primer móvil fue un arma arrojadiza Nokia, sabemos que hasta entonces todo lo consultable estaba en los libros, en las personas o en las enciclopedias, pagadas a plazos y orgullo familiar -muchas aún conservan el plastificado original-. Tal vez nosotros veamos como normal la lectura de libros, lo cual no quiere decir que nuestra generación se arrojara de forma compulsiva en los brazos de Cervantes.
Pero pónganse ahora en el lugar, o mejor, en las Vans de una joven de diecisiete años. Desde su nacimiento su vida ha girado más o menos alrededor de una pantalla. Elijan la que más le guste: tv, pc, portátil, iPhone, iPod, iPad... Pueden observar el mundo a través de una plataforma o de una aplicación. Su concentración no requiere más allá de treinta segundos o en su defecto unas pocas palabras, donde la ortografía está sobrevalorada o es inexistente, a saber: YouTube, Facebook, Twitter, WhatsApp... Ni tan siquiera necesitamos aplicar la imaginación.
Por eso me quito la boina ante los jóvenes, que más allá del Camino de Delibes o la Regenta de Clarín que les sugerimos hojear en los institutos, deciden afrontar el desafío del libro. Superar el párrafo del champú del baño y deambular sin red entre sagas de asesinos nórdicos, amores universitarios o relatos fantásticos no deja de tener un enorme valor.
Con todo, que un buen puñado encuentren tiempo entre Netflix y TikTok para perderse con Ulises, Potter o Katniss Everdeen me tiene loco. ¡Buen provecho!
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