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En España casi todo lo llevamos al extremo: o mucho o nada. Del hiperbólico elogio a la cloaca más inmunda. Tras un mes de fútbol, y solo si la cosa de meter la pelota va bien, empiezan a aflorar las banderas patrias en los balcones ... y ventanas del territorio ibérico. La explosión de color y efusividad se extiende por calles y plazas y, como decía Mecano, los españolitos hacemos algo a la vez, más allá de tomar las uvas.
El fútbol de selección nos une, para un rato, claro. Enarbolar la bandera del país dura lo que dura y se permite lo justito. Después, de nuevo a la trinchera. La bandera es propiedad de unos en contra de otros, o se le quitan y ponen añadidos para enfrentar al personal en una pugna tan estéril como penosa.
Nunca he sido muy de banderas. Sí de Abanderado, como toda mi generación. Producto 'typical Spanish'. No sé si llevar hoy día Abanderado es de izquierdas o de derechas o simplemente 'vintage', porque en este terruño nuestro en cuanto uno se viene un poco arriba y le da por airear un trapillo le cosen una etiqueta o se la grapan en la frente.
Como es sabido desde tiempos de Viriato hasta los de Alcaraz, en Celtiberia somos del todo o nada. Del conmigo o contra mí. De los míos o de los otros. Ahora sí, ya no. Un culebrón turco de amores y desengaños cainitas con nosotros mismos, y que casi nunca termina bien.
Si mañana me diera, en un alarde de temeridad, por poner una bandera española en mi balcón, o porche, al estilo yanqui de telefilme, sería tachado al instante de derechoso, facha y demás lindezas. Si por contra, tras ganar una medalla en el campeonato mundial de brisca, al subir al podio no tomo la rojigualda al cuello y suelto la lagrimilla, es porque soy un rojo peligroso, comunista bolchevique o independentista de mi escalera.
Ni que decir tiene que cada cual se puede sentir orgulloso del trapito que estime. O de ninguno. Republicano, monárquico, anarquista... Pero cada vez más a menudo el personal no se identifica con algo, sino contra algo o alguien. Y eso es más triste. Y si hablamos de la aldea de irreductibles... Mucha gente de Cantabria ha adoptado el denominado lábaro como símbolo regional. Pues estupendo. Adelante. Gusta, es icónico y tiene reminiscencias históricas. Un símbolo de nuevo cuño que se abre paso. Pero llevarlo o no, ¿nos convierte en más o menos de aquí? ¿Quién reparte el carné del sentimiento patrio o regional?
Con los efluvios de la victoria todavía me vengo arriba, me enfundo en mi camiseta Abanderado y le pongo letra al himno de España. ¡Que en eso seguro que también estaremos todos de acuerdo!
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