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No sé si será cosa mía, pero últimamente acertar a la hora de entrar en un baño de un establecimiento se ha convertido en una actividad de riesgo. De riesgo de equivocarte. Efectivamente, muchos dirán que el problema lo tiene quien suscribe, que no es ... demasiado espabilado. Y eso debe de ser. A lo que habría que añadir que la buena vista nunca ha sido mi fuerte.
Pero no es menos cierto que hasta no hace tanto el asunto estaba más o menos meridiano. Caballeros y señoras, mujeres u hombres. Sin alharacas, con todas las letras o al menos con la inicial. —¿Me podría decir dónde está el baño, el servicio, el excusado, el retrete, el aseo o el váter? —Al fondo a la derecha, por supuesto.
Y es que actualmente uno llega frente a las dos fatídicas puertas -muchas veces la penumbra del local no acompaña-, y si no se tiene la fortuna de que alguien, que te ha precedido, te abra el camino o la puerta, te aproximas al logotipo, al símbolo o al dibujo para intentar descifrar dónde desahogarte, y ahí comienza el dilema. La simbología, a fuerza de originalidad se nos ha ido de las manos, -como en tantas cosas-, e interpretar el emblema es más que complejo. Jean-François Champollion lo tuvo más sencillo con la Piedra Rosetta.
Y es que uno se queda frente a las dos puertas, yendo con la mirada de una a otra -efectivamente, pensando que esto solo te pasa a ti-, sin ser capaz de encontrar las siete diferencias. Finalmente, en un alarde de temeridad o espoleado por la fuerza de la naturaleza te aventuras en uno de los dos. A menudo nada más entrar eres consciente de haber acertado o errado completamente. Y ya es tarde. Y cuando sales o te haces el despistado y desapareces raudo y veloz o te sientes un triunfador por el logro.
El único oasis en este mundo de incertidumbre son aquellos lugares que han optado por el mingitorio común, liberándonos de tal carga, o más bien evitando la infinidad de simbología de género necesaria para reflejar todas las sensibilidades e identidades. Se puede ser original y práctico.
El asunto se asemeja a cuando te asomas a uno de esos museos o salas de exposiciones de arte moderno. Y nada más entrar observas a un buen número de asistentes que posan impertérritos con el dedo índice y pulgar sujetándose la barbilla, en actitud intelectual, escrutando —cual Sherlock Holmes— una pieza, que no sabes si es la obra de arte o si al servicio de limpieza se le ha volcado el cubo de la basura. A ciencia cierta, será la mía ignorancia de manual. Por si acaso, saldré de casa con los deberes hechos. Veremos.
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