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Son tiempos estos de contradicciones. De lo mismo, pero diferente. Tiempos en los que lo que siempre fue, ya no es, aunque se le parece bastante. Momentos en que compaginan una cosa y la contraria. Tiempos de eufemismo donde las cosas claras y el chocolate ... espeso ya no combinan. Ahora se estila un sucedáneo de cacao, y ligerito, que no se indigeste.
El Día de los Difuntos, de Todos los Santos y de los que pasaron a otra vida —nunca se sabe si mejor o regular— está en desuso, en declive o en vías de definitiva transformación. Te encuentras por la calle muertos vivientes, altares a la Santa Muerte, monstruos de todo tipo y condición. «Y es que la muerte nos sienta tan bien…» O no.
Pero cuando la muerte es real, cercana y cruda, el asunto cambia. Acostumbramos a ver muertos de las más variopintas formas en películas, series y en el telediario. Pero esos muertos no suelen ser de los nuestros. No son de amigos, familiares o compañeros. Porque cuando la parca se apodera de una vida cercana, con nombres y apellidos, con carné y número de la seguridad social, ya no es lo mismo. Ni parecido.
Pero la muerte está ahí, cotidiana y diaria. Tras esa llamada de teléfono intempestiva —a las seis de la mañana casi nunca hay buenas noticias–. Y es que la muerte cada día nos es más incómoda. La ocultamos todo lo que podemos. Nada de velatorios hogareños en el salón de casa, con refrigerios y alcohol como para una boda. Preferimos tanatorios con salas impecables. Todo rápido, inocuo e impersonal. Sin embargo, llega Halloween y nos lanzamos a la calle y la enarbolamos como si de una pancarta se tratase.
Contrariamente, nos metamorfoseamos de la muerte, pero la censuramos en el telediario. La muerte hay que verla, sin pixelar. Porque es real. Huele, mancha y marca. El buenismo actual pretende proteger a los jóvenes y niños del horror de los conflictos, y también de la muerte del abuelo, infantilizando a nuestra sociedad occidental. Hasta en Disney se muere la madre de bambi, aunque tampoco lo vemos.
Frivolizar con la muerte no es un drama, al fin y al cabo, la gente lleva muriéndose toda la vida. Otro asunto es el cómo. Y es que el personal se muere fatal. Ni unas últimas trascendentes palabras, ni un dramático suspiro, ni una confesión de última hora, ni un consejo para enmarcar o tatuar, ni tan siquiera un giro de cabeza o una caída de ojos con estilo. La mayoría se muere y punto. Seguramente lo fundamental siga siendo sacarle todo el meollo a la vida cotidiana hasta el momento de pedir la cuenta, porque para morirse ya está la vida. Y en eso estamos.
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