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Pasaba quien suscribe al mediodía frente a un colegio, y hete aquí que me topo con un nutrido grupo de padres en procesión de retorno al hogar. Todos y cada uno, desde los progenitores más jóvenes hasta los abuelos de más provecta edad, porteaban o ... arrastraban –cuales sherpas camino del Annapurna— gruesas mochilas. Y o bien eran todos repetidores y el señor no los había llevado por la senda del estudio, o en realidad les acarreaban las carteras a sus retoños.
No seré yo un adalid de la explotación infantil, pero creo que se nos está yendo un poco de las manos el asunto de la protección de los mozalbetes. Una cosa es cuidar de los chavales y otra tenerles en una urna, que tarde o temprano se hará añicos, con la realidad saltándoles a la cara.
No lejos de allí, en un parque cercano atisbo a otros mozucos, bien patinando, bien con bicicletas. Nada nuevo. Pero si nos fijamos en los chavales más pudieran parecer antidisturbios que niños y niñas en edad de liarla. Casco, coderas, guantes, rodilleras… Cuando el crío sale de casa de tal guisa, no se sabe si es un hoplita preparado para asaltar los Muros Largos del Pireo o Don Quijote contra los molinos manchegos.
Y es que, entre el cuidado, el celo y la preocupación o la obsesión, hay un trecho. Se nos llena la boca de conceptos como libertad, empoderamiento, autorrealización, pero ponemos GPS a nuestros hijos. Imagino que muchos no se lo creerán, pero en este mundo existe la muerte, el dolor, el esfuerzo y el fracaso. Y por mucho que se lo queramos evitar, no lo lograremos y la realidad se impondrá, como casi siempre. No menos a menudo contemplo a esos padres, bocadillo en ristre, persiguiendo a sus hijos y rogándoles que se lo coman. O esos otros que siempre hablan en plural: «Hemos aprobado todas, hoy no tenemos tarea». Tampoco se van a creer esto, pero la familia no suele ser una democracia, y no se acostumbra a votar a qué colegio van, qué se come o qué ropa se ponen. Un niño no tiene que ser «superfeliz» todo el tiempo. Incluso, agárrense, se puede aburrir o se le puede castigar, sin que sea necesario ni convocar al Tribunal de La Haya ni al Consejo de Seguridad de la ONU. Sin embargo, en este mundo de paradojas, un mozalbete, que no levanta un palmo, se maneja sin control en internet, donde no todo el monte es orégano y donde el peligro es más real y sibilino.
Tan solo se puede catalogar de milagroso que varias generaciones hayan sobrevivido a una infancia con columpios de hierro oxidados, niebla tabaquera, sin cascos, sin cinturones, mercromina a granel y zapatilla voladora materna como antídoto. Un verdadero prodigio.
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