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Los detalles importan. Hasta el punto de que no pocas veces la clave está en esos flecos, que parecen lo de menos y suelen ser ... lo de más, porque lo cambian todo. En la vida, tanto cotidiana, como profesional, lúdica o social aparece ese personaje, que parece secundario, pero que en cualquier instante se convierte en el verdadero protagonista: «la letra pequeña».
Cada día firmamos o pulsamos un «aceptar» sin leer la maldita «letra diminuta». Un subterfugio legal donde entra casi todo y que sale a flote y se agranda cuando interesa a quien la esgrime. ¿Cómo es eso de que las cosas siempre les pasan a otros? Evidentemente hasta que te pasan a ti. Un interminable maremágnum de cláusulas, de excepciones y advertencias que hace falta ser literalmente un águila para leer, así como tener un bufete de abogados en la salita de casa para entender.
«La letra pequeña», en realidad minúscula, hace las delicias del optometrista. No solo te das cuenta de que la presbicia avanza al mismo ritmo que tu calendario, sino que además acabas atisbando que te están timando de lo lindo.
Pero esta letra no solo aparece en la hipoteca, en el prospecto del supositorio o en el pergamino de montaje de una silla de IKEA, sino que alcanza su culmen en los anuncios de la tele. Salvo que a la velocidad del rayo pulses la pausa del mando y te pongas los prismáticos o te arrodilles frente a la Smart TV, será imposible ver que tras el aparente chollo del banco hay más sombras que luces. Por no hablar del precio de los vehículos. Es genial cuando te anuncian un coche por una miseria mensual. Te dan ganas de cambiar ya el Talbot Horizon de herencia paterna. Pero cuando te fijas en lo que pagas de entrada, de salida, las cuotas, el IVA, «el Venía», el TAE y los accesorios imprescindibles, te ves hipotecando y alquilando el pisito con los churumbeles y la suegra incluidos.
Aunque no es menos cierto que en demasiados documentos, aunque la letra fuera de tamaño pancarta lo mismo daría, porque la redacción es un galimatías legal con el objetivo de que todo sea tan evidente que no se entienda nada. De tal forma que, o eres experto en codificación, encriptación y en jeroglíficos de época de Amenhotep II o lo llevas claro, más bien oscuro.
Y por no hablar de las sempiternas cookies de internet. ¡Cuán amablemente te piden permiso para entrar, navegar y vivir literalmente en una nube! Cuando es más que sabido que aceptando o no ya estás pillado, fichado y archivado.
Visto lo visto, mi óptico de cabecera me ha hecho unas gafas nuevas, para poder contemplar lo que se me viene encima, tanto de cerca, como de lejos. Con todo, no lo veo nada claro.
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