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Nos desayunábamos hace unos días con la noticia de que en la vecina Francia, tan cerca y tan lejos, algunas grandes superficies han tomado la decisión de señalizar y advertir sobre aquellos productos que han subido su precio, mantenido el tamaño del envase, pero reducido ... el contenido. Algo nos suena del asunto por estos lares, en lo que se refiere a la práctica comercial, aunque no tanto en hacerlo visible para el cliente.
España siempre ha sido una potencia mundial en las olimpiadas de la picaresca, un género que nos es propio y del que nos vanagloriamos de haber inventado, al estilo del fútbol por los ingleses. Sin embargo, de un tiempo a esta parte las prácticas picarescas van de arriba hacia abajo, y no al contrario, como es lo habitual. Es decir, son las empresas, los conglomerados comerciales o las marcas las que ejercen taimadamente de timadores con el cliente.
Supuestamente, para regular esos fraudes está el gobernante de turno, protector y salvaguarda del ciudadano. Pero, siempre hay algún 'pero'. Efectivamente, casi todas esas maniobras comerciales y publicitarias son tan legales como claramente inmorales. Todo se ajusta a la norma y una letra diminuta indica la cantidad de producto. Pero no todo es menguante. Si algo hay en esos recipientes, bolsas o cajas es aire. Siempre había escuchado la hiperbólica expresión: «Llegará un día en el que nos cobrarán hasta por el aire que respiramos».
Voilà. Ya no hay que esperar. El futuro es ahora.
Te adentras en el súper y encaras, cual león en el Serengueti, el pasillo de las chucherías, el picoteo y demás viandas prohibidas por tu endocrino. Acechante, cual rapaz, localizas la bolsa, la atrapas y sales con el botín, previo pago, por supuesto. Y cuando llegas al coche no puedes evitar abrirla, al estilo del currusco del pan que rara vez ha llegado indemne a su destino. Y al romper el cierre de la bolsa recibes un agradable soplo de aire. Porque eso es lo que hay en la mitad del recipiente: N2O2.
Y lo mismo podríamos decir de esa mismísima barra de pan, que ha jibarizado su tamaño o mantenido, a base de profundas oquedades, pero aumentado su precio. Y es que esta práctica es de lo más común y tradicional. Si no, recuerden el caso tan conocido, mencionado y obviado de la transformación de las pesetas al euro. Y cuando en un visto y no visto se produjo una asimilación milagrosa, al estilo de los panes y los peces. Por arte de birlibirloque todo lo que costaba cien pesetas o cinco mil, pasó a costar un euro o cincuenta. Es decir, de cien a ciento sesenta y seis, y de cinco mil a ocho mil. Y ahí vamos, menguantes y sin freno.
Parece ser que el tamaño sí importa, y el contenido aún más.
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