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Eso de que los idiomas, lenguas, dialectos, hablas o jergas sean armas arrojadizas, instrumentos de colisión y enfrentamiento, como que no me va mucho. Más bien nada. Las lenguas son, efectivamente, instrumentos diferenciadores, aspectos clave de la cultura de cada sociedad. Ahora bien, cada lengua ... nace, crece y evoluciona, incluso algunas se reproducen y multiplican. Pero todas desempeñan un objetivo claro, evidente y palmario: comunicarse.
Cuando la lengua vernácula de cada cual se convierte en un ariete contra el otro, y más que un objeto diferenciador y enriquecedor es un obstáculo o una barrera, algo no estamos haciendo bien. Las lenguas grandes, pequeñas, minúsculas o en vías de extinción, no son propiedad de nadie, y por extensión pertenecen a todos.
Que yo sepa se trata de enriquecer y aportar, no de restringir y obstaculizar. Los idiomas, como las ciudades, los pueblos, incluso las civilizaciones, evolucionan, se transforman y en muchas ocasiones también desaparecen. Pero mucho me temo que, en el asunto de las lenguas patrias, el parlamento y la justicia, lo de menos sean los propios idiomas, la cultura y el bagaje lingüístico. Aquí asistimos, una vez más, a un juego de poder, a una disputa por «el que hay de lo mío».
Ser bilingüe, trilingüe o plurilingüe es una bendición que merece ser cultivada y no impuesta. Pero si alguien posee esas dotes lingüísticas lo hace para comunicarse, y no al contrario. Posiblemente en todo este contubernio nos olvidemos de un hecho relevante: la educación. Cuando dos personas hablan —siempre que realmente haya intención de comunicarse y entenderse—, lo hacen en un lenguaje que les sea común a ambos.
Se imaginan que en la vida cotidiana adoptáramos el mismo mensaje político... Ir a comprar una barra de pan en Bermeo, siendo el cliente aborigen de tierras galaicas: «Unha barra de pan dun forno de leña, por favor» «Egun on. Ez dut ulertzen. ¿Nahi duzu?» Y el de Gallaecia se va orgulloso de los suyo, pero sin pan para la salsiña. Y el bermeano se queda más ancho que largo con su pronunciación de manual del subdialecto occidental de euskera, pero sin vender el dichoso pan. Ridículo. Pues en esas estamos.
Si ya en el Congreso les cuesta bastante, o todo, entenderse en español o castellano, imagínense con intérpretes y traducción simultánea. Nuestra clase política no es que se caracterice por el dominio de la dialéctica o la retórica. Ahora el hemiciclo va a ser el club de la comedia. Subtitulado, por supuesto.
Debates bizantinos, cuando la vida real va por otro lado y el espanglish se impone, nos guste o no. Como si lo estuviera viendo. «De weekend por Torlavega o el Sardinero tomando un drink». Veremos.
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